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Molintonia

Epistolario de un oficinista, Primera Carta

PRIMERA CARTA

 Zaragoza, 14 de Diciembre de 1.981

 Amigo Pascual:

 Sé que vas a pensar al recibir esta carta: “Ya era hora”, ¿no es verdad?  Desde luego, es hora.  Tengo yo la culpa de que esa hora no diera antes, por lo que solicito tu per­dón...  Gracias.  Sabes que no me gusta escribirte para preguntar: ¿cómo estás?, y seguir: aquí todos bien, Dios lo quiera muchos años.  Me desagrada la rutina, la monotonía.  Bastante tengo con mi trabajo... aunque pre­cisamente el motivo de esta carta nace ahí, en mi oficina.  Verás, lee.

—Señores, les presento a Ponciano.  Va a trabajar con nosotros.  Espero que le ayuden en todo lo posible para lograr que su puesta al día y su integración en el depar­tamento sean rápidas y efectivas.  Mal está decirlo en su presencia, pero he recibido excelentes referencias, tanto del Jefe de Personal como de su anterior departamento.  Don Ponciano, sepa que entra a formar parte de un buen equipo.

Así habló míster Quiterio, ya sabes, mi amable e ínclito jefe.  Su tono severo y responsable nos introdujo al nuevo compañero.  Teníamos noticia de su llegada, puesto que tras la jubilación de Paulino y Marcelo ya se hablaba de él como posible sustituto.  Los chismes han sido continuos, pero nunca he prestado atención a la palabrería y he esperado a conocerlo para opinar.

Ponciano pertenece a la plantilla de la empresa desde hace treinta y seis años.  Entonces tenía veintiuno.  Según cuentan, entró mediante una oposición, de lo que él se enorgullece riéndose de los incorporados a dedo.  Dicen que la situación de su familia era holgada e influyente.  Hablan de Ponciano como recomendado, porque, y te cuento rumores, en su casa querían quitárselo de encima y para ello lo lógico era conseguirle una ocupación.  He de decirte que yo no lo creo así.  Su formación está fuera de toda duda y sus méritos debieron ser suficientes.

Tras el solemne discursito de don Quiterio, Ponciano se nos presentó exageradamente educado.  Parecía muy tímido, pero su apretón de manos era firme y decidido.  Al decir su nombre en un murmullo ininteligible, nos miraba por un momento a los ojos.  Sus pupilas chispea­ban, pero inmediatamente las desviaba hacia el suelo.  Míster Quiterio le asignó una función sencilla que le obli­gaba a permanecer en otro departamento parte de la jor­nada y colocó su mesa en la antesala de nuestra oficina.

El buen Ponciano es bajito.  Rondará el metro y medio, y en la báscula dará unos sesenta y cinco kilos.  Tiene las espaldas relativamente amplias, pero su cinturón apenas sujeta una prolongada barriga que se alarga por encima de sus pantalones.  Parece tener un defecto en los pies, con sus punteras hacia dentro, aunque camina siempre erguido, a la expectativa y con un movimiento de testa que parece confirmar unas posibles visiones.  Mantiene sus ojillos en alerta continua y suele mirar de reojo.  Vigila todo el tiempo y a veces se extraña de algo que nadie percibe.  A pesar de sus cincuenta y siete años, cubre más de media cabeza con su cabello, aplastado hacia atrás con algún líquido inodoro.  Recuerda el peinado del conde Drácula.  Un pliegue en forma de papada le esconde la mandíbula.  El labio superior se delimita por su nariz y por dos profundas hendiduras que prolongan sus mejillas fuera del rostro.  Mientras realiza su trabajo, se coloca unas gafas de montura doraba sobre la punta redonda de la nariz, intuyo que para ver de lejos correctamente por encima de ellas y estar al tanto de cualquier movimiento.

A primera vista, sin hablar con él, lo juzgarías como un individuo sereno, serio, aplicado y de buena educación.  Su forma de andar y de mirar hace pensar en un abolengo de milicia, quizá frustrado por su estatura.  Impone mar­cialidad a sus acciones y es respetuoso.  Parece inteli­gente, demasiado susceptible y acostumbrado al trato con personas extrañas.

...Pero hay algo en él...  resulta interesante.  Ya te contaré.

Un saludo,

ÁLVARO

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