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Molintonia

Valero, el filósofo

Cualquier barrio que se precie ha de tener un filósofo.  Es imprescindible para la buena evolución de sus gentes, actuando como contrapeso de acciones extremistas y centrando las ideas en unos valores singulares, pero universales.  Un barrio sin filósofo va a la deriva y puede ser víctima de cualquier influencia perjudicial.  Durante muchos años, ejercían ese papel los párrocos, con filosofía católica llena las pinceladas personales, a veces de brocha gorda.  Cuando su mensaje quedó anticuado, surgieron individuos cuyo discurso suplió las carencias de una sociedad sin conductor.  Naturalmente, los cambios ideológicos incruentos presentan etapas de convivencia entre las dos tendencias.  En Montemolín, con don Pepe se cumplió totalmente la transición.

Valero fue un hombre borracho.  Nadie le conoció trabajo alguno y todos le vieron con una perpetua botella de vino Monteviejo en la mano.  No se le conocían otros vicios y era un borracho pacífico, incluso entrañable.  Regalaba golosinas a los niños, les contaba historias de los duendes de la plaza Utrillas y jugaba con ellos a los montones.  Con la punta de la nariz y los pómulos en color de pimiento morrón, andaba con pisada fuerte y paso tambaleante.  Nunca se cayó.

Cuando murió don Pepe, Valero dejó de beber y empezó a fumar en pipa.  Su nariz y sus mejillas tomaron color de sol y frecuentó las tertulias de los mayores.  Apenas tardó quince días en publicar el siguiente axioma: 

"Montemolín es un barrio de estrellas".

Puesto que todo el barrio creía que los borrachos y los niños siempre dicen las verdades, las mujeres empezaron a pensar que sus hijas estaban hechas para triunfar en televisión y los hombres vieron en sus hijos unos astros del fútbol.  Desde entonces, sin nombramiento o ceremonia al efecto, Valero se convirtió en el filósofo de Montemolín.

Realmente, Valero quiso decir que cada uno de los habitantes del barrio tenía luz propia, y que no conseguirían iniciar el desarrollo de su individualidad hasta que así lo comprendieran.  Este valor de Montemolín era un valor universal.

Visto el éxito de su octavilla, decidió editar un decálogo a modo de base para su sistema de pensamiento, porque ya entrevió que, dado el vacío de ideólogo con la muerte de don Pepe, el barrio estaba necesitado de crear su propia escala de valores.  Ahora bien, a causa de su bisoñez en estas tareas y, teniendo en cuenta que nada es inmutable, decidió darle carácter dinámico, aunque no lo hiciera constar así en la publicación:

Sus diez artículos decían: 

1) Este barrio tiene luz.

2) La luz se nutre de un astro rey y de las lámparas de cada uno de sus habitantes.

3) Si cada habitante hace uso de su luz, nunca habrá oscuridad en el barrio.

4) Los niños también tienen luz, incluso más luz.

5) Es mejor la luz de una vela bella que la de una lámpara fea.

6) El barrio está abierto a otras luces.

7) Es mejor la luz blanca que la de otro color.

8) Las luces deben encenderse en armonía.

9) Siempre se tendrá encendida la luz.

10) Si la luz se apaga, hay que procurar encenderla. 

El Decálogo tuvo mucho eco porque se publicó en invierno y hacía mucho frío.  Valero explicó a los pocos días que no era necesario encender todas las bombillas de la casa, que por el día bastaba con el Sol y que por la noche, al estar dormidos, la luz de los sueños era suficiente.  En general, no se le hizo caso y, por ello, en el barrio de Montemolín, casi todas las casas tienen una luz encendida continuamente.  Valero se olvidó de explicar que el Decálogo hacía referencia a la luz interior y no a la luz eléctrica, y que más que la del Sol era más linda la de la Luna.

Al mes siguiente, en medio de gran expectación repartió otra octavilla: 

"Los días transcurren uno detrás de otro". 

El barrio lo recibió con tal alegría que Valero decidió establecerse a la entrada de la plaza Utrillas para evacuar consultas al módico precio de la voluntad.  A pesar de que no explicó que en ese mensaje hablaba de la paciencia, nadie le preguntó sobre su significado.

No se sabe si Valero era nombre o apellido, y él tampoco lo desveló.  Decía que no importaban ni los hombres ni los nombres, sino las ideas, porque un hombre podía haber tenido muchos nombres y las ideas sobrevivían a los hombres y a los nombres.  En la esquina de la plaza Utrillas enseñaba que una idea podía salvar a un hombre, pero nunca condenarlo, que una idea respetada sirve para crear otra, pero que si se combate contra ella, según sea la lid, generará vida o muerte.  Como nadie en esta tierra tiene la Verdad, hay que buscarla fuera de ella con el devenir de las ideas.

La siguiente octavilla, rezó: 

"Haz el bien y no mires a quién".

La gente lo entendió bien porque era un refrán muy oído.  Valero dijo esta vez que sólo era una idea y, como tal, sólo su aplicación serviría para demostrar su validez.  Dijo que no editaría más octavillas hasta que pudiera comprobar que se había aplicado lo suficiente esa idea como para poder decidir si nos acercaba o nos alejaba de la Verdad.  En lo sucesivo, publicaría "Edictos", es decir, opiniones sobre los sucesos del barrio.  Así, el primer caso comentado en un Edicto fue la creación, a propuesta vecinal, de la escuela valeriana: 

"Yo digo:

No está mal la idea, pero Valero no quiere ser profesor.  Una escuela sirve para enseñar hablando, y pienso que hay que enseñar actuando.  Como yo no actúo, sino que hablo, no puedo ser profesor.

Así propongo la creación de una escuela valeriana donde se enseñe la práctica de fútbol por jugadores expertos de más de treinta y dos años de edad, con, al menos, diez de práctica habitual".

De la escuela valeriana, salió el primer jugador del barrio que llegó a jugar en Tercera División.  Lastimosamente, la escuela desapareció, por falta de apoyo, al tercer año de su andadura.  Los chicos preferían jugar por libre y con derecho a pegar patadas al contrario.

Valero cometió algunos errores, pero poco a poco consolidó un sistema filosófico de barrio que dio a Montemolín una seña de identidad.

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