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Molintonia

Las primeras novias

Montemolín es un barrio esencialmente machista.  Los hombres se reúnen en los bares y conversan sobre fútbol, toros o economía, acompañados de copa, café y puro o, en su defecto, faria. Se autocontrolan al hablar de política, religión y de las mujeres del barrio.  Al ponderar —siempre ponderar— al resto de mujeres, se extralimitan.  Sobre fútbol y toros, la polémica se extiende hasta generar enfados perpetuos.  En economía, los acuerdos suelen ser habituales, y si no existen, tampoco hay disputa, pues las diferencias se producen porque interviene algún empresario al que no es conveniente contradecir.  En general, los hombres nunca comentan ni los Edictos, ni los Bandos, ni las Ideas.

Los hombres creen que el barrio, y la nación, y el mundo, se mueven a su compás.

Pero no saben, ni quieren saber, que al barrio, y a la nación, y al mundo, le iría mejor si se dejaran de fanfarronadas y hablaran de lo que se callan.  Lo que se callan es lo que dicen que no piensan porque son cosas de mujeres.  Pero mienten.  Sí que lo piensan, pero, al no ponerlo en común, el barrio, la nación y el mundo pierden tales aportaciones individuales y no se enriquecen.

Como dice Valero, las filosofías nacen en la calle.

Como dicen los filósofos, las filosofías enriquecen al mundo.

Enriquecer al mundo es caminar hacia la perfección.

(La última frase también las suscriben los Hombres Razonables)

Al mundo le interesa poco el comportamiento sexual de las mujeres, y si es mejor la teta grande o pequeña, o si los tobillos anchos son signo de frigidez.  Todo esto es cuestión de asuntos que no aportan progreso.  Pero hay empeño en fanfarronear hasta imponer la propia opinión sobre si las mujeres de Las Fuentes o de San José son las más cálidas.

Todos los hombres han tenido una primera novia, todos, aunque algunos nieguen la evidencia o se escondan cuando salga el tema.  Si han sido discretos en su adolescencia y nadie supo entonces de aquel amorío, el hombre de Montemolín prefiere contar payasadas sobre su primera experiencia sexual con alguna muchacha desconocida, nunca del barrio, naturalmente.  Hay gran mayoría que equivocan primera novia con primera experiencia sexual.  Nadie se atreve a sacarles del error; es peligroso y contraproducente.

Así, uno (los prefiero en secreto, por su bien) contó que fue asaltado a los nueve años por una vecina casada para robarle la inocencia con engaños y muestras de glándulas mamarias.  Parece ser que lo utilizó hasta los doce.  Cuenta el hecho con gallardía y arrogancia, pero, siendo huérfano de madre desde su nacimiento, le brillan las pupilas cuando habla de la muerte por tisis de su amante.

Los hay que por un momento se ponen nostálgicos y sufren de vergüenza con la sonrisa maliciosa de los demás.  Se saben en ridículo, pero han disfrutado.

Otros narran peripecias de conquista galante hasta caer en la pérfida, pero valorada, estrategia de prometer matrimonio para lograr un favor, siempre exagerado, que fue poco más de un roce de labios.

Un importante grupo, los machos, dicen que su primera novia, como mujer algo duradera en sus tiempos de juerga, fue realmente la "madrina de guerra".  Es decir, aquella señora madurita, casada, viuda o ramera, que les apagaba los fuegos carnales mientras los deberes del servicio militar les ocupaban los mejores años de su vida.  No se oyen contar las veces que, después de colmar su pasión de bragueta, lloraban en el regazo de la amada llenos de soledad, miedo y desesperación.

Y los grandes hombres del barrio, los que no salieron de estos límites para convertirse en prototipos de virilidad, alardean con bravura de que las mejores "primeras novias" se cobijaban en el Club Sarita de sus tiempos, hembras de grandes pechos y culos prominentes.

No son muy distintos los hombres de Montemolín, se conforman con palabras desprovistas de sentimientos, y son exclusivamente dulces cuando compran el roscón de nata para San Valero.

Pero los hombres de Montemolín se guardan tantas cosas... tantas cosas que no dicen...

Las primeras novias hacen estragos en sus corazones, estragos que su adocenado cerebro oculta con la excusa de la hombría.  ¡Cuánta ternura!

Así, uno (los prefiero en secreto, por su bien)  no contó que a los once años se prendó de su vecina rubia, de trece, y que por las mañanas salía tarde al colegio para verla desde la mirilla bajar por la escalera, porque con la lente panorámica le parecía seguir soñando una historia magen –imagen distorsionada  de amor y dulzura.

Otros son quienes, aunque su rostro se endurezca al oír los relatos, reaccionan con una sonrisa benévola cuando los demás dejan escapar una mirada blanda.

Algunos recuerdan cómo se arrebolaban cuando su amada les dirigía un discreto saludo, y ellos, después de contestar tímidos, salían disparados hacia una esquina oscura para suspirar cómodamente.

Un importante grupo, los románticos, abren su corazón y, por detrás, juntan sus manos para que no les duela el recuerdo de su primera cita, en la que ya pensaban cómo sería la vida junto a ella.  A veces, hablan y dicen que todas las muchachitas de su edad andaban locas por gozar de sus atenciones.  Uno cuenta que debido a su popularidad recibió una rosa roja envuelta en una poesía de amor. 

Todo el barrio conoce la historia de Javier.  Javier era un muchacho que sólo bajó a la Tierra para verla una vez.  Alegre, rebelde, buen amigo, fue objeto de castigos sin par en maternales por levantar la falda a sus compañeras.  Su padre le golpeaba con el cinturón mientras se apenaba de haber tenido un hijo tan indecente.  Su madre le encerraba en el cuarto oscuro a la hora de merendar.

Javier tenía los ojos claros como las hojas de un castaño en abril.  Se enorgullecía de su nariz, quizá larga para su edad, y se convirtió en líder de los jóvenes que buscaban un poco de libertad en un barrio de prisioneros.

Y mientras tanto, sabía que la encontraría.

Incluso desapareció alguna noche para escuchar portal a portal cómo suspiraban todas las chicas conocidas.  Indagó hasta entre las Novias Realistas, y ellas, sobre todo ellas, le soltaron buenos sopapos cuando pedía, o intentaba, ver más allá de lo que dejaba al descubierto la faldita.  Nunca se interesó por escotes.

Si se cruzaba con un atisbo de su objetivo, se detenía en seco, cerraba los ojos y recordaba, recordaba, para lograr siquiera una imagen de aquella silueta esbelta, melena larga.

Al no encontrarla, desesperaba, sólo esto le retenía; su misión, premio o castigo, era verla, saber dónde podía dirigir su alma para vivir junto a ella.  Y ese destierro en este mundo, camino a las estrellas, le sumergía en pasiones de libertad.  Luchaba por luchar, contraviniendo normas y tradiciones sin causa aparente ni real, pero ella no aparecía.

Se enamoró una vez en esta vida, pero sintió que no era la primera, no, no era la primera novia, y con el descubrimiento mató su amor con lágrimas de impotencia en la almohada...

Fueron fiestas del barrio en un paréntesis de letanía.  Javier corría por las calles, pateaba las aceras ahogado en el picor del desencanto.  Cada muchacha era ella y todas llevaban la falda demasiado larga para descubrir la única huella que él podía conocer.

Y Javier tropezó con un bordillo invisible.  Javier cayó boca arriba con una punzada muy adentro, en el corazón, un dolor insoportable (infarto, dijeron los médicos).

Sólo pudo acercarse a él una muchacha de otra ciudad, quizá de otro mundo.  Y él, en un ejercicio de investigación, miró arriba, por debajo de la falda, al muslo derecho.  Allí, por un instante, vio la marca, el pequeño corazón encarnado que tantas veces había buscado como signo inequívoco de su amor perdido.  Era ella.

El corazón de Javier se detuvo... para siempre.

Ella, hacía muchos años, quizá siglos, fue su Primera Novia.

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