El novio desorbitado
Anda por Montemolín un joven enamorado. No sería noticia si estuviera poco enamorado o si en lugar de hombre fuera mujer. En el caso de las mujeres, este evento se considera más habitual, incluso lógico, aunque en verdad nada, nada, les diferencia de los hombres. Ocurre que la mujer expresa su sensibilidad con una dosis mucho mayor de dramatismo. Ya desde pequeñas, está bien visto que lloren de amor. Si un hombre lo hace...
El joven en cuestión se llama Adolfo, y desde hace ocho o nueve años le llaman "Dieguito", por el amante de Teruel. Recoge papeles, periódicos, cartones, botellas de cristal y cuentos de princesas enamoradas. Transporta su producto en un carrito de bebé para entregarlo a media tarde en la trapería de Sr. Chuchín, sita en la calle Higuera. Según el precio, se desplaza hasta el establecimiento del Sr. Carramiñana, algo más allá del Cine Roxy.
Es alto, delgado y bien parecido. En su adolescencia fue campeón de chapas y, como desde los diez años suspiraba por Anita, todas las estampas que ganaba se convertían en dádiva de amor. Anita no pudo soportarlo y cayó rendida a sus pies sin haber pertenecido a ningún grupo de Novias. Desde hace ocho o nueve años, Adolfo se ha cargado de espaldas ostensiblemente. Las Novias Realistas opinan que le ocurre por culpa del peso del carrito. Las Novias Románticas saben que, por la noche, el amante de Montemolín se sienta frente a la ventana y, cuando comprueba que Anita no llega, esconde su llanto entre sus manos y sus rodillas. Las Novias Románticas lo saben porque él lo contó una vez junto a la fuente de la plaza Utrillas y piensan que ésa es la verdadera causa de su encorvadura. Adolfo es asiduo de este lugar porque piensa que Anita, de ser, habría sido Novia Romántica. Allí es donde regala los cuentos de princesas enamoradas que las Novias Realistas desencantadas, ya con marido, le escuchan con suspiros junto a algún cartón o botella de gaseosa vacía que le entregan al terminar.
Anita fue una muchacha espectacular: casi tan alta como Adolfo, rubia nórdica, activa y colérica. Nunca aprendió a cocinar, pero se hizo esclava de la limpieza y experta en medicación. Su abuela le enseñó el uso de los emplastes y su madre el de las aspirinas, pastilla para todo. Sus muñecas tenían las nalgas agujereadas por la jeringuilla que le regaló don Rafael, el practicante de la Giesa... aunque ella se entendía mejor con doña Antonia, la otra practicante de la barriada. En su infancia, deseaba con pasión coger un resfriado, a ser posible degenerativo en bronquitis, para convencer a doña Carmen, la médica, de que le recetara inyecciones de penicilina, a ser posible Farmapén. Por cuestión de pudor y confianza, prefería que se las pusiera doña Antonia.
Anita fue la primera mujer del barrio que se tituló en Ayudante Técnico Sanitario.
Vio a Adolfo por primera vez en la sala de espera de don Rafael, Miguel Servet, 85, segundo piso. Puesto que la fama del practicante no era de hombre suave, el muchacho temblaba de pies a cabeza. Anita no tenía miedo y le consoló, pero como le tocó entrar antes, se preocupó de que la puerta de la consulta estuviera bien cerrada. Por la tarde, en la plaza Utrillas, Adolfo se declaró:
—Anita, ¿te diste cuenta de que nuestros culitos nos duelen por causa de la misma aguja? Compartimos dolor en el mismo sitio. Ojalá pudiera curártelo.
—¡Qué tonto eres! —respondió Anita—. De un paciente a otro no da tiempo de esterilizar la jeringuilla. A ti te pinchó con otra.
Y a partir de entonces, casi todas las tardes jugaban a médicos un ratito. Cuando Anita se retiraba, a su casa o a jugar con sus amigas, Adolfo se entrenaba para ser el mejor en chapas. Lo consiguió.
Como puede suponerse, Anita habría sido una excelente Novia Realista, pues alargó su afición a sanar catarros de niños recién nacidos, lo que también le dio especialidad en crianza, confección de ropita y elaboración de papillas. Quizá se diferenciaba de ellas en que no consideraba necesaria la cohabitación con varón. Prefería valerse sola ante la vida.
Frente a la insistencia de Adolfo, Anita no pudo esconder su corazoncito y es sabido que también estaba enamorada, pero como cualquier Novia Realista. En las noches de verano paseó con él de la mano por donde las farolas no alcanzaban a iluminar y, durante algún tiempo, frecuentó las reuniones junto a la fuente de la plaza Utrillas. Suspiró, pero cambió muy poco.
Con dieciséis años, fue capaz de dar a Adolfo un beso en los labios. Provocó el acontecimiento la decisión paterna, con influencia de la abuela, sobre los estudios de enfermería de Anita. Tal fue el contento que la muchacha salió corriendo al encuentro de alguien con quien compartir la mayor alegría de su vida. Quizá la casualidad, quizá los latidos de su corazón, le llevaron a las cercanías de Adolfo. El chico escuchó extasiado.
Mientras duraron los estudios sólo se vieron las tardes de los domingos y una vez al mes se introducían en la oscuridad del cine Roxy, o del cine Dux, en San José, según la película. Bajo un abrigo o chaqueta puesto sobre brazo de la butaca, unían sus manos. Adolfo adoraba el tacto y el calor en su piel de la piel de Anita. Anita palpaba los carpos y metacarpos de una mano masculina, excepto cuando él la besaba en la mejilla o los enamorados se abrazaban en la pantalla.
Al terminar la carrera, Anita hizo prácticas durante unos meses en la consulta de doña Antonia. Adolfo se duchaba con agua fría todas las mañanas con la sana intención de resfriarse para que, mediante receta de inyecciones, si acaso el muslito de la mano de Anita que sujetaba la aguja le rozara una parte de la superficie de su piel íntima.
Cuando Anita entró en plantilla de Hospital Provincial, Adolfo recibió lecciones de anatomía. Prestó mucha atención y aprendió rápidamente.
El día en que Adolfo se convirtió en Novio Desorbitado brillaba el sol y soplaba ligera brisa. Anita había cubierto turno de mañana en el servicio de "Atención de Urgencias" y salió muy motivada. Se vieron por la tarde con la intención de pasear hasta la Facultad de Veterinaria.
—No puedo realizarme en una capital civilizada. Los enfermos no están necesitados.
—Mujer, tú eres su necesidad.
—No. Está claro... y decidido. Me voy a las misiones, donde no hay jeringuillas, aspirinas y penicilina.
—Iré contigo.
–No. Tú no eres médico.
Anita pidió destino en Senegal, con los hermanos de La Salle, donde estudiaba su hermano. Adolfo cayó enfermo y no pudo ir a despedirla. Le puso las inyecciones don Rafael, que tuvo que luchar contra una nalga muy prieta.
Adolfo dejó su empleo en Peipasa —lo perdió— y cuando su padre le exigió aporte económico, buscó un trabajo que le permitiera indagar sobre Anita. Se colocó de dependiente en la mercería que ocupaba el local justo debajo del piso de los padres de la chica. Pero entre los suspiros y las subidas y bajadas a pedir información a su exfutura suegra, doña Adela, la mercera, se hartó y no tuvo más remedio que despedirlo.
Intentó colocarse de cartero, pero no conseguía concentración para estudiar los pueblos de España (quizá si preguntaran por los de Senegal...). Repartió leche para la vaquería de la calle Belchite, pero en su despiste derramaba cada día dos o tres cántaros... en vista de lo cual, decidió por la autonomía y se hizo trapero.
Por las noches camina desde el cine Roxy hasta la Facultad de Veterinaria para mirar al horizonte en espera de ver aparecer a su amada. Las aceras se llenan de suspiros y los viandantes le ceden el paso. Hasta las gárgolas de la estación se apenan con su desamor.
Las noches de luna llena, con las doce campanadas, se llenan de un grito amargo: "¡¡¡Anitaaaaaaa!!!, que remueve las entrañas del barrio. Ya nadie pregunta. Las Novias Románticas lloran y se ponen a rezar.
Adolfo es la onda de frescura para aquellas Novias Realistas frustradas que se hacinan limpiando mocos, cocinando tres veces al día, limpiando el polvo y cumpliendo el débito conyugal con un marido bruto, generalmente borracho. Con él desahogan sus pesares, queriéndose convertir en princesas que anhelan la llegada del príncipe apuesto. Algunas le han llegado a confesar: "Ojalá hubiera sido Novia Romántica".
La madre de Anita llora en silencio un secreto. Llegó hace tiempo una carta de la Congregación Lasaliana. Se le comunicaba la muerte de Anita, enferma de fiebre amarilla, dejando viudo a un médico traumatólogo...
¡Chisst!, es mejor que Adolfo no se entere.
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