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Molintonia

Los tranvías

La electricidad es el primer vestigio de energía cósmica puesta al servicio de los seres humanos.  Y los tranvías funcionan con electricidad.  Quizá por eso sean tan entrañables.  Quizá por eso los quieran desterrar.

El garaje de los tranvías en la ciudad se localiza en Montemolín.  Como deben pernoctar en su domicilio, su último traqueteo de la jornada se realiza por las vías del barrio, por lo que la gente mayor protesta por el ruido, al contrario que los niños imaginativos, pues al tener la conciencia libre de culpabilidades duermen sin sobresaltos y, por el día, son capaces de disfrutar con el encanto del trole.

Antes de seguir, hay que recordar que, al efecto tranviario, Montemolín no es Montemolín, sino el Bajo Aragón, línea 1, la cual transcurre desde la Facultad de Veterinaria hasta la plaza San Miguel, con visos de prolongarse hasta Casablanca.

A pesar de sus chirridos, los tranvías son dulces.  Caminan como sobre miel y se conducen con ese vaivén propio de una barquichuela navegando por una bahía.  El piso de madera estriada, los asientos barnizados y el saludo del cobrador le proporcionan un calorcillo que invita a quererlo como algo más que una máquina de transporte.

Los pequeños se encandilan con el señor conductor de traje gris y gorra de plato, que maneja sus manivelas con el arte apropiado para frenar en el tiempo justo y sin sobresaltos para sus pasajeros.  Los pequeños se creen que el embudo de la arenilla a la derecha del cuadro de mandos es el medio de comunicación con las entrañas de la Tierra, la casa de los demonios, y los más atrevidos, al final de la línea, cuando el conductor abandona por unos minutos su puesto, se acercan hasta allí, saltan, y gritan obscenidades que retumban por todo el bajo del tranvía.

Recuerdo con especial ensueño un día de invierno, a las ocho de la tarde, cuando acompañé a mi padre hasta la oficina de los tranviarios para preguntar por una bolsa que mi abuela había dejado olvidada en el trayecto de la línea 11 (Parque—San José).  Allí tenían la bolsa... pero no fue ésa mi sorpresa.   La oficina de reclamaciones estaba justo a la entrada del garaje.  El cielo se debatía entre dos luces.  Desde los escalones, envié mi mirada a unos seis o siete tranvías que dormitaban a la intemperie y quedé prendado de su imponente inmovilidad, enhiestos, pero humildes, con el trole escondido y el cartel de trayecto apagado.  Por un momento, los oí bostezar... y mientras, con su trajín, un compañero suyo pasaba por la calle.  Me pareció ver lágrimas en el parabrisas frontal del segundo tranvía verde.  Creí que me pedían ayuda... pero no sabía por qué.  Como en un ejercicio de desesperación, varios de sus compañeros chirriaron enloquecidos al aparcarlos en una vía muerta..  De camino a casa, mi padre me informó que a la semana siguiente inauguraban dos líneas de autobuses.

Los tranvías provocan adicción.  He conocido seres que tardaron en recobrar el sueño habitual cuando su traqueteo se espaciaba.  He conocido por aquí arriba seres desorientados en las rutas de la ciudad buscando la parada de la línea tal que había desaparecido.  He conocido niños lesionados porque al subir a la trasera de los autobuses no encontraron la cuerda del trole.  Y tres espíritus encantadores se están quedando por abajo haciendo campaña por la reinstauración de los tranvías.  Se pegan a los empresarios de motores eléctricos y les susurran nuevas tecnologías para crear vehículos más cómodos y económicos.  Estos espíritus se alojan por la noche en el tranvía—monumento del Parque Grande.  Los oigo llorar a menudo.

Cuando yo vivía en la calle Fillas (hoy Francisco de Quevedo), 1, 2º ctro., desde el balcón, casi esquina a Miguel Servet, casi frontal a la plaza Utrillas, me fijaba con interés en los tranvías de fuelle.  Eran como un tren sin máquina, con dos o tres vagones enlazados por gigantescos acordeones.  Mi tía me dijo un día que sus chirridos provenían de esos grandes instrumentos musicales mal afinados.  Al observarle yo que los otros tranvías también chirriaban, cambió de fantasía, y complicó la cosa desvelándome que no eran acordeones sino fuelles que liberaban a los tranvías de los suspiros malignos: "Son como la chimenea de los trenes, pero los suspiros se vuelven invisibles para colarse más fácilmente en las almas descuidadas".  Desde entonces siempre los conocí como tranvías de fuelle.

Sólo supe de una línea que se cubriera con vehículos de este tipo: la 29, con término en la Academia General Militar.

Todos los tranvías eran atacados por los chicos traviesos de Montemolín, ya fuera por asalto pirata o por disparos de escopeta de madera.  El asalto pirata se reservaba para acciones temerarias: los muchachos más valientes se lanzaban contra la trasera y, una vez bien situados, gritaban: ¡Conquistado!, para después tirar de la cuerda con la intención de sacar el trole de la catenaria (los conductores salían muy enfadados y amenazaban con denuncias a la Autoridad).  Nunca me atreví a ser pirata, pero fui francotirador aventajado con la escopeta de corcho.

La línea 29 era intocable, estaba prohibido asaltarla.  No se sabía muy bien el motivo.  Me enteré mucho más tarde, estando aquí arriba, cuando oí la siguiente historia:  en un viaje de estos tranvías de fuelle, un capitán de gran bigote, yendo pegadito al cristal del furgón de cola, sufrió un asalto pirata y, con ánimo de defenderse, sacó su pistola reglamentaria para amenazar: "¡Disciplina castrense te hace falta!  ¡Ya te veré por el cuartel cuando vistas de soldado!”, y Rodolfo, el asaltante, diez años más tarde, cumplió el servicio militar con sudor y lágrimas, entre carreras nocturnas, guardias en festivo, perolas grandiosas y calabozo al encontrarse de teniente coronel a un señor bigotudo con muy malas pulgas.

Nadie de mi tiempo conoció esta historia y, por lo tanto, se contaron historias fantásticas sobre la línea 29.  Yo me apuntaba a la más increíble, por la cual los tranvías de fuelle iban armados hasta los dientes.  Todos los efectivos de la flota habrían participado en innumerables batallas cumpliendo la función de vehículos de avanzada para romper los flancos del enemigo.  La chapa redonda que adornaba su frontal escondería una ametralladora de turbina, y los grandes tornillos de la trasera serían alojamiento de bayonetas...  El fuelle...  No, entonces no habrían tenido fuelle, sino, en su lugar, plataforma elevada, desde donde el soldado más experto accionaría un lanzallamas, a modo de boca de dragón, que devastaría las posiciones estratégicas enemigas.

La gente mayor del barrio aplaudirá la desaparición de los tranvías porque así dormirá con más tranquilidad (?) o no será molestado cuando siga atentamente el serial televisivo.  A la gente mayor del barrio le ocupan poco los problemas de los niños aventureros.  Quizá una minoría se apene... pero ninguno colaborará junto a los espíritus encantadores para inventar un nuevo tranvía.  El transporte público presenta poco interés.

Los niños aventureros van a sufrir un golpe terrible, porque de pronto van a ir quedándose sin enemigos.  Pasarán una época muy desorientados, quizá refunfuñen y sean incapaces de montarse un juego nuevo por unas semanas... hasta que descubran los cristales de la Estación o los depósitos vacíos de la Granja.  Probablemente, por reacción, las nuevas actividades sean más violentas, y así en progresión.

El tranvía se quedará en el olvido, solo.

Es fácil comprender por qué aquella ventanilla frontal se llenó de lágrimas, por qué me miró tan triste: aquel ser de hierro y madera con energía cósmica había previsto su final.

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