Celina, la equilibrista
1
Érase una vez... un circo...
...el Circo de las Mil y Una Diversiones, donde grandes y pequeños reían y reían, donde los mayores, dejando en la puerta sus malas caras y sus preocupaciones, sentían que su alma regresaba a las sensaciones de la infancia esperando el chiste del payaso, el salto mortal del trapecista o la pirueta del caballo amaestrado.
Pero dentro de los Circos, a deshora de las funciones, para dar a los espectadores unas horas de diversión es necesario pasar largos ratos de trabajo y esfuerzo.
En el Circo de las Mil y Una Diversiones, la pena se hizo muy grande cuando Esther le dijo al señor Galindo:
–No querría irme... de verdad... porque ustedes son maravillosos y ésta es mi gran familia, pero...
–Esther –le respondió el señor Galindo–, vivas aquí o en un iglú del Polo Norte, seguiremos siendo tu gran familia porque ya te has alojado en nuestros corazones. Nunca te irás de nuestro recuerdo, pero debes continuar tu carrera para dar a los demás lo mejor de ti.
Esther era la equilibrista del Circo de las Mil y Una Diversiones. Había llegado al grupo con apenas seis años, y doce años después su interés y ganas de trabajar le habían hecho aprender tanto que se fijaron en ella otros circos muy importantes, en especial, el Circo de las Maravillas, el mejor del mundo entero. Por eso, ahora, se despedía del Director del Circo de las Mil y Una Diversiones, el señor Galindo.
Y el señor Galindo se quedaba muy contento por ver progresar a una de sus empleadas, pero se le creaba un gran problema: tenía que encontrar un o una equilibrista que sustituyera a Esther.
Se puso a pensar acariciándose su panza, y con el dedo gordo sobre el ombligo gritó: ¡Eureka!, que quiere decir: ¡Lo encontré! Y ya se puso tan nervioso que le transpiraba la calva, señal de una idea brillante.
2
Celina era hija de Amanda, la adiestradora de perritos que hacían desfiles sobre un tablón como si fueran soldaditos perfectamente instruidos y disciplinados. Celina cumplió doce años con un cuerpecito de próxima mujer, aunque su nariz respingona le daba un aire de niña eterna. Estaba comiendo un gran plato de spaghettis, su receta preferida, a la carbonara, cuando apareció resoplando el señor Galindo.
–Celina, cariño, ¡qué bien te veo! Te traigo una sorpresa –le dijo mientras con un gran pañuelo se secaba el sudor de la calva–. Vas a ser la equilibrista principal del Circo de la Mil y Una Diversiones.
La chiquilla se atragantó y empezó a toser… pero en cuanto pudo calmarse, miró al Director del Circo a los ojos buscando que le repitiera la última frase… Ya no lo encontró porque el hombre se marchaba hacia su oficina dando saltitos de alegría.
Cuando el señor Galindo gritó: ¡Eureka! debió haber gritado: ¡Celina!, porque estaba acordándose de ella haciendo pinitos con la cuerda y los cilindros cuando creía que nadie la veía.
Celina siempre soñó con ser una artista de circo... desfilar junto a su mamá y los perritos, salir a la pista anunciada a bombo y platillo, vestida con una larga capa celeste, como el color de sus ojos, y después de realizar los más difíciles ejercicios, terminar con el temible salto mortal para escuchar el aplauso y el clamor de miles de niños que poblaban las gradas….
Aquella tarde, Celina comenzó a soñar una historia de verdad: iba a ser la equilibrista principal del Circo de las Mil y Una Diversiones, lo había dicho el Director ese señor que era tan bonachón y que nunca mentía.
Se lo contó rápidamente a su mamá, y salió corriendo para disfrutarlo con su mejor amiga, María, la trapecista. María la miró con sus ojos dulces y su sonrisa de golondrina y, abrazándola, le dijo:
–Triunfarás, princesa.
…aunque ya sabía el precio que debería pagar su amiga, el mismo que ella pagó antes de subir a un trapecio.
Cuando Gerard se enteró, levantó a Celina con sus enormes brazos y la lanzó muy alto en el aire... A Celina le pareció volar y que nunca aterrizaría porque en ese vuelo volvió al sueño de su larga capa y de los aplausos eternos.
3
El señor Andrés refunfuñaba a todas horas, nadie le conocía una sonrisa, y algunas muchachas le tenían miedo por su mal genio. El Señor Galindo le dio una orden:
–Tienes que hacer equilibrista a Celina.
–¿A Celina? –se extrañó el señor Andrés.
El señor Andrés era el hombre con más experiencia en el circo y por eso ejercía de entrenador. Fue quien entrenó a Esther. Y Esther conoció la dureza del señor Andrés, tal como le tocaría en breve a Celina:
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
Y Celina tenía que saltar, correr, subir y bajar todos los días, sábados y domingos también, doce horas diarias, porque la temporada estaba a punto de comenzar y ella debía participar ya en la función de estreno.
–Pero... señor Andrés, yo quiero trabajar en la cuerda y con el cilindro. Me canso de hacer gimnasia –rogaba entre sollozos Celina.
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
–Pero... señor Andrés, no puedo más. Me duelen las piernas y los brazos. No puedo más –se quejaba Celina entre sollozos.
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
Nadie se atrevió a intervenir en el entrenamiento del Señor Andrés. Amanda, la mamá de Celina, guardaba silencio en su abrazo cuando Celina le decía:
–No puedo ser equilibrista, mamá. Es muy difícil. No llegaré al estreno. Es muy difícil. No puedo. No seré equilibrista. ¡Nunca! ¡Nunca!
Y se dormía con un lloro amargo en los brazos de mamá.
4
–¿Quién me compra una rosquilla? ¿Quién me compra una rosquilla? –gritaba con voz de mirlo un señor escandaloso–. Yo tengo mil rosquillas, ¿quién me las quiere comprar?
Quique “Kirikí”, claro está, era el payaso del circo y siempre estaba haciendo tonterías para alegrar la vida de los otros. Con su bombín rojo y blanco a modo de cesto iba lanzando imaginarias rosquillas al aire, y parecía fabricarlas dentro de su camisa repleta de lunares. Su gran problema era sujetarse un enorme pantalón, porque sus tiradores de goma estaban tan desgastados que cuando se metía las manos en los bolsillos enseñaba el calzoncillo de cuadros a colores. Y como la pasta de sus rosquillas debía estar por dentro de los pantalones, cada rosquilla fabricada se convertía en una muestra de calzoncillo.
Quique “Kirikí” animaba a Celina con sus chistes, y al principio le arrancaba alguna carcajada, igual que Gerard con sus vuelos al viento, pero conforme los días pasaban, Celina se iba quedando muy seria, porque su mente estaba ocupada con:
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
Tampoco los ojos dulces ni la sonrisa de pajarillo de María podían sacar a Celina de su tristeza.
Su mamá también sufría y hasta parecía que sus perritos perdían la alegría en los ensayos de sus ejercicios. Pero Amanda, como Esther, ya conocían los esfuerzos que exigía llegar al triunfo.
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
Y los sueños de Celina se convirtieron en pesadillas. Los bigotes del señor Andrés se alargaban como tentáculos de un pulpo y le obligan a saltar más alto, a correr más rápido, a subir más alto y a bajar hasta los infiernos del cansancio. Celina lloraba en un silencio amargo, quizá todavía en la pesadilla, quizá ya despierta por los dolores del desencanto.
5
–¡Hola !
Su cuarto se iluminó con una luz que no era de sol ni de lámpara.
–¡Hola! Soy Alicia.
Y mientras sonaba “soy Alicia”, la luz se hizo mujer y apareció un hada... un hada vestida con gasa de tul muy suave, gorro puntiagudo y varita de estrella, cabello rubio y ojos celestes, como el cabello rubio y los ojos celestes de la propia Celina.
Celina quiso asustarse, pero no pudo. No pudo porque la voz melodiosa y el rostro tierno no le dejaban temblar.
–Yo soy Celina –acertó a decir.
–Lo sé, y he venido porque me has llamado.
–¿Yo? –se sorprendió Celina.
–Sí, claro. ¿O acaso tu alma no pedía ayuda a gritos?
–Sí, pero... yo no te conozco. ¿Cómo te podía llamar?
–Me conoces, pero no lo sabes, porque no puedes verme. Siempre estoy junto a ti.
–¿Y cómo puedes ayudarme? –le preguntó, muy dulce, Celina.
–Mañana lo sabrás. Porque mañana los bigotes del señor Andrés serán ramilletes de algodón que te ayudarán a saltar hasta las nubes, a correr como el viento, a subir hacia el cielo y a bajar hasta el descanso.
–Nunca podré –respondió Celina escondiendo la mirada.
–Sí que podrás, por supuesto, puedes ser una buena equilibrista, pero con la voluntad y el esfuerzo que estás demostrando podrás conseguir que esa pista de ahí afuera contenga la respiración emocionada con el corazón encogido. Piensa que el aplauso de un niño será tu mejor regalo todos los días de tu vida.
Y Alicia, el hada, se sacó el gorro puntiagudo y se acostó juntito, juntito a Celina, ofreciéndole su abrazo para enjugar el dolor de sus piernas y de su corazón.
Al día siguiente:
–¡Celina, salta! ¡Celina, corre! ¡Celina, sube! ¡Celina, baja!
Y Celina saltó hacia las nubes, corrió como el viento, subió hasta los cielos y bajó, rendida y satisfecha, para descansar en la cama que rezumaba el aroma de Alicia, su hada.
6
La orquesta ensayaba los últimos acordes, el señor Galindo sudaba sin cesar, Gerard levantaba una y otra vez sus pesas enormes, María calentaba sus músculos, “Kirikí” enredaba a todo el mundo con sus rosquillas y ofrecía té sin agua para curar el nerviosismo, los perritos de Amanda ladraban sin control y el señor Andrés refunfuñaba con sus ojos puestos en Celina.
Faltaba una hora para abrir las puertas del Circo de las Mil y Una Diversiones en la primera función de la temporada.
Celina estaba asustada, a pesar de Alicia, su hada, a pesar de los cariños de su mamá, de los ánimos de Gerard y de María, de los chistes de “Kirikí” y de los consejos del señor Andrés.
Recordaba los saltos, las carreras, las subidas, las bajadas, los tentáculos de los bigotes, las ramilletes de algodón, las lágrimas, las sonrisas... las nubes, el viento, los cielos y las sábana con olor a miel que la varita de Alicia le había regalado.
El Señor Galindo, tocado con chistera que ocultaba su calva, al ritmo de la orquesta, anunció:
–¡¡Señores, señoras, niñas y niños, la función comienza!!
Y el desfile abrumó a Celina que caminó entre los perritos de Amanda. Las risas y los gritos le parecieron una exigencia de cientos de miradas y su corazón se encogía y su espalda se estremecía mientras en su cabeza se alborotaban los bigotes del Señor Andrés –¡Celina, salta!–, los brazos de Gerard, los ojos dulces de María, las caricias de su mamá, las tonterías de “Kirikí”... y el olor a miel de Alicia.
7
–¡¡Señoras y señores, niñas y niños!! Tengo el placer de presentar por primera vez a la mejor equilibrista del futuro: ¡¡¡La señorita Celina!!
Y Celina, a bombo y platillo, salió a la pista vestida con una larga capa celeste, como el color de sus ojos, saludó, y el clamor de los niños la infló con una fuerza que jamás había sentido. Bailó sobre la cuerda en lo más alto de la carpa, caminó sobre los cilindros como quien camina por la vereda de un parque, y el silencio majestuoso que acompañaba cada ejercicio se convertía en una salva de aplausos. Su cuerpo se pendía de un hilo, absorbía más y más fuerza del clamor de los niños, y cada mirada le contagiaba más y más seguridad... hasta que recordó el salto mortal que tantas veces vio realizar a Esther.
Le mandó un guiño al Señor Galindo, obligó al tambor a tocar redoble de misterio y cerró los ojos unos segundos para concentrarse en el ejercicio.
Nadie entendió nada, todos ansiosos esperaban el desenlace. El número no estaba previsto, Celina nunca lo había ensayado y el Señor Andrés estuvo a punto de gritar “que paren la función, se va a matar”. Gerard y “Kirikí” salieron a la pista para colocarse debajo de la cuerda, Amanda se pudo a rezar y María cruzó fuertemente los brazos a la altura del estómago.
El tambor redoblaba, las luces se apagaron y el foco sólo iluminaba la figura de Celina.
Celina solamente quiso acordarse de subir hasta el cielo, alcanzar las nubes y oler el olor a miel.
Anduvo hacia el centro de la cuerda, tanteó con las plantas de los pies, elevó la mirada hacia lo alto, cerró los ojos... y dio tres vueltas laterales apoyándose con las manos y los pies sobre la delgada cuerda para intentar alcanzar el extremo, sintiendo la misma sensación que gozaba saliendo de los brazos de Gerard.
Desde abajo, todo el circo aguantó la respiración. “Kirikí” se tomó en serio su papel de protector y en el suelo recorrió con los brazos abiertos el vuelo de la equilibrista hasta que chocó con Gerard y se cayó al suelo.
Mientras, Celina había llegado al fin de cuerda, y, venturosa como una paloma saludaba hacia allá abajo. La carpa pareció caerse, el público se levantó de sus asientos, los niños todavía seguían con la boca abierta y los puños apretados, y, por fin, el aplauso retumbó como un clamor del cielo.
Y cuando Celina abrió los ojos, buscó a mamá, a María, a Gerard, a “Kirikí”, al señor Galindo, al señor Andrés... y desde lo más profundo de su corazón les mandó mil besos de colores.
Y a lo lejos, en la última fila de la grada, creyó ver un hada con gorro puntiagudo que también le sonreía con un olor a miel.
¿Quién será la mejor equilibrista del futuro?
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