Qué corto se me hace el viaje (Entre candilejas)
Han pasado casi veinte años y una pluma arrastrada por la brisa se arrebuja en tirabuzón sobre mi historia. He vuelto a verle, esta tarde, sobre las seis y diez, tan guapo, con el cabello largo, a mí me gustaba así, melena al viento, ojos entornados, rostro enardecido y sus labios en susurro para mi pecho. Siete mil días de amor, desde aquel 1º de noviembre del 90, cuando fuimos a ver “Candilejas” al cineclub del colegio. Llena de su aroma estuve, arropada en mis temores por su abrazo, eran butacas rojas, creo, llevé mi mano a su corazón para sentir que ese muchacho de pelo brillante, gafas oscuras y bíceps musculosos se había inmiscuido en mi hueco para ocuparlo hasta la eternidad. Lloré angustiada cuando Calvero se alejaba de Terry y él debió suponer que aquellas lágrimas nacían por el viejo cómico, pero qué equivocado estaba, quizá nunca supo que irradiaba la felicidad por mis ojos al conocer el dulzor de los amores inmortales. Tres días después dibujábamos al son de su piano los acordes de aquella canción, “vértigo, que el mundo pare, qué corto se me hace el viaje”.
Esta tarde reponían la película en el salón de actos del mismo colegio, ahora remozado, con nuevas butacas más cómodas, suelo de parqué y paredes forradas en tela burdeos, ahí donde no te he dejado venir conmigo a ningún acto, donde he rememorado cada instante de aquel mes de noviembre, de Todos Santos a San Andrés, desde aquel primero de mes con su guitarra hasta las nueve de la noche del día treinta, cuando a las puertas de “Bugatti”, ese pub encantado de la calle María Lostal, rompí con él sin saberle decir por qué, con el alma desgarrada por la arpía de Lola, que me embaucó en la ingenuidad y me marché a Dublín. ¿Recuerdas lo que te conté sobre mi tiempo en Dublín? No fue por aprender inglés, my darling, ni por conocer mundo, escapaba de sus presuntas infidelidades, que no eran verdad, que Lola se las inventó y me las contó para enjugar la envidia por su ruptura con Josep, el catalán tan feo. Y caí como una idiota... la creí y lo abandoné sin siquiera preguntarle. Me río ahora, ¿sabes?, ahora que ya lo tengo conmigo, ahí afuera esperándome, pero cuánto sufrí, cuánto me tergiversé los sentimientos para desviar la amargura por convencerme de que él sería feliz con las otras, no conmigo. Fui tonta. Hoy no.
Charlot nunca me gustó, ni siquiera mudo. Y sin embargo, he visto “Candilejas” más de mil veces en las siete mil noches de amor, incluso hasta nueve puestas diarias, cinco cintas de video destrocé, dos deuvedés ahora, “Candilejas”, my darling. Supe pronto que estaba en la sala, lo supe, lo supe, no puedo contarte por qué, apenas a los cinco minutos de comenzada la película, y cerré los ojos, repetí todos los diálogos para evadirme, para evitar mis pensamientos, como si pronunciara un mantra para meditar y así saliera levitando de aquella sala con mi corazón desorbitado. Calvero en inglés, Terry en español, entre Candilejas te adoré... Me besó por primera vez en el parque, al segundo día de salir, después de bailar una y cien veces a mi alrededor en una danza de seducción adolescente. Me hacía tanta gracia… tanta gracia. Entramos a pasear por el Botánico, quise sentarme en el banco donde mi madre le daba de comer a los patos. Él se puso con las piernas hacia el otro lado, por debajo del respaldo, su hombro a centímetros de mi hombro. Giré la cabeza, me miró… me besó.
Salí la primera del cine, sorbí los recuerdos en mi entraña cuando me apoyé en el dintel de aquella puerta que nos vio pasar abrazados. Estábamos unas veinte personas en la sala, chicos del colegio, seguro que les habían obligado a verla para charlar en clase sobre ella, si no, no me lo explico, también quizá profesores, o a lo mejor amantes maduros que se refugiaban en la oscuridad de un cine antiguo, qué romántico. No tardó en salir. Cuando lo vi, le quedaban unos siete pasos para llegar a mi lado. Oh, querido mío, tomando un café en “La Taberna del Holandés”, recuerdos dulces, me dijo que también sintió mi presencia, que vino sin saber por qué, qué casualidad, su hermana le anunció aquella reposición, y que seguía soltero, dando muchos tumbos, de aquí para allá, que se ganaba la vida cantando, doce discos grabados, y aún guardaba aquella guitarra de nuestros tiempos, de palosanto, que había vivido estos años al compás de las canciones que interpretábamos juntos, todos recuerdos de golpe, allí en la cafetería de al lado, mirándolo embobada, mirándome embobado, dos adolescentes de nuevo, de regreso a los diecisiete, estudiantes de COU éramos, él con una camiseta de Spandau Ballet, azul oscura, yo con mis calentadores de bailarina. Cantaba “vértigo, que el mundo pare, qué corto se me hace el viaje”.
Han sido años de espera, de vísperas, de paciencia y amor escondido en ese mundo de las nostalgias que se convierten una y otra vez en realidades que desaparecen, en ese retrato que nunca supiste que era suyo, el que llevo en mi cartera, es él, Ismael, un joven loco, con sus canciones, sus poesías, mis amores y sus amores, y mis ofrendas, esas velas que todos años dedico a San Antonio, ¿lo entiendes?, no había opción posible. Han sido años de alfombra roja que se extiende y se recoge, donde ahora paso y ahora no, donde tú estabas, donde siempre supiste que no pisarías y donde a cada rato apartabas mis melancolías para convertirlas en guirnaldas, oh, mi cielo…
Sé que leerás esto a la luz de la luna, hoy sobre las diez, cuando vuelvas a casa. Te dejo todo preparado, la cena en el microondas y la tarjeta de mi abogada al lado de la escultura de Quinn. No quiero nada, no me llevo nada.
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