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Epílogo a Hábiles e inútiles directivos

Han sido cuarenta años de estar sometido al deber de obediencia, según principios del Derecho del Trabajo.  Y ahora que lo leo, escrito por mis dedos y teclado (ya no hay que decir “de mi puño y letra”), ¡qué mal me suena!...  deber de obediencia… deber de obediencia…  ¿Habré sido obediente… sobre todo después de escribir lo que antecede?  ¿Sería un desobediente si lo hubiera escrito perteneciendo aún al grupo empresarial en el que militaban esos jefes retratados?

Fui también jefe durante unos cuantos años.  No me siento motivado para relatar esa experiencia, quizá porque la asumí con naturalidad, o porque me sentí cómodo, o porque nunca ejercí como lo que puede denominarse jefe–jefe.  Pero gran parte de esta experiencia me dota de cierta credibilidad añadida para haber escrito los nueve capítulos anteriores.  Por supuesto que a nadie le exigí deber de obediencia, al contrario, prefería conmigo gente rebelde (con sentido común) que gente sumisa.

Desde la perspectiva que me da esta situación tan desahogada, he podido plasmar con mucho ajuste a la realidad unos hechos que definen por sí solos a las personas que los protagonizan.  No son teorías ni modelos, son personas aplicando su autoridad, poder o liderazgo, no importa cómo lo llamemos.  Y cada una de ellas fija su impronta personal en esa actividad tan sui géneris que es mandar, dirigir, organizar o liderar a otros en el camino a la consecución de un fin.

Don José Jesús me marcó un estilo, una tendencia que moría con él, no por su originalidad, sino por el cambio tan rápido que agitaba a la sociedad… pero fue mi primer modelo de jefe y he advertido en multitud de ocasiones que el buen hombre aún pululaba por mis recodos ocultos, ya sólo fuera para compararlo con el que me tocaba vivir en ese momento.  Don José fue mi padre laboral y esas lealtades no se olvidan ni mucho menos, como demostrara Sigmund Freud.  Creo que no tengo complejo,  ¿o sí?

Es tan sorprendente observar cómo la intervención de un jefe puede influir en cualquiera de sus empleados…  En algún lugar he leído la expresión “jefe tóxico”, que es un calificativo muy representativo de cierta actitud tanto hacia su equipo como hacia la organización.  Pero quiero decir que si hay jefes tóxicos, también los hay higiénicos, incluso saludables.  Y si aquéllos contaminan, éstos se aplican en dotar al término de salud la definición de bienestar integral, donde se incluye el crecimiento profesional y la realización personal.  Y si no, relea mi historia con Rodrigo, para mí el mejor jefe que he tenido.

Digo el mejor, sí, pero no quiero que se entienda que, en general, hay jefes buenos y malos en sí mismos, o que se podría hacer una lista con calificaciones desde el mejor hasta el peor.  Quizá se puedan hacer grupos, con zonas difusas entre ellos, donde unos se asentarían en nubes elevadas porque ejercen su labor con responsabilidad y conocimiento, y otros son bolsas de gas a cien kilómetros de profundidad, más por su carácter aludido de toxicidad que por su valor energético… aunque hay también gases sin energía posible.

Me he sentido tocado por casi todos ellos, en un sentido o en otro, a veces con ternura, otras con violencia, pero estoy agradecido porque ninguno me ha sido indiferente, ni siquiera el último inexperto.  No podemos caer en la simpleza de las telenovelas para etiquetar al malo como malísimo y solo malísimo y al bueno como buenísimo y solo buenísimo (aunque haberlos, haylos).  Además, cada empresa, cada situación, cada momento vital, tanto del jefe como de la empresa o del empleado, influirán en las opiniones para asignar calificaciones en esa relación.

Tampoco me valen los manuales que identifican las cualidades necesarias para ser el gran líder que hará felices a sus seguidores y multimillonarios a sus accionistas.  Todos, absolutamente todos los aquí nombrados son personas que denominamos “corrientes y molientes”, y todas ellas se han visto abocadas a meterse en ese rol al que algunos adjudican necesidades carismáticas y hasta milagrosas.

El ejercicio de mandar (incluye dirigir, conducir, liderar, organizar…) no está hecho para la universalidad de seres, pero tampoco está constreñido a un grupo de elegidos.  Y se necesitan “mandones” de muchas clases y para muchas cuestiones diferentes.  El acierto, o bondad, o adecuación, de la elección vendrá determinado por, y sólo por, dos variables: los resultados obtenidos y los restos (las consecuencias, lo que deja cuando se va) de su labor, cuyo producto determinará el valor del equipo y, por deducción, del jefe.

Los resultados obtenidos.  Es primordial saber los resultados que un equipo obtiene para poder calificarlo, y de ahí, también al jefe.  Nunca podremos dar una buena nota a quien obtiene resultados pobres, objetivos incumplidos, ganancias pocas o nulas, porque la razón de ser de una empresa es tan obvia que no debe olvidarse. 

Los restos de la labor del jefe. Sirve esta variable para incluir en ella lo más importante (sí, más que los resultados) que se deriva de la actividad de mando.  A un jefe es mejor valorarlo cuando se ha ido del área o departamento que le ha tocado liderar, de ahí llamar “restos” a este apartado.  En la gestión de personas, es fundamental mirar al futuro, que generalmente siempre trasciende el mero cumplimiento del objetivo empresarial.  Toda labor de jefe es labor de desarrollo para cada uno de los componentes de su equipo, así sea sólo como modelo de actuación o de comportamiento.  Si esa labor ha dejado huella positiva, la valoración será positiva.

Y como soy hombre de números, propongo está formula:

VJ = RO x (RE)2

Valor del jefe  =  Resultados Obtenidos  X   (Restos de su labor)2

Es decir, un cero en cualquiera de los factores dará cero en el VJ.

Que sea pura anécdota…  no creo que debamos mezclar muchos números con el trato personal, que al fin y al cabo es el mayor porcentaje de actividad en la labor de liderazgo.  Tratar con personas remite a límites difusos, borrosos, traslúcidos, cuya interpretación nunca podrá adjudicársela a un valor absoluto.

Soy como soy debido a los jefes que he tenido (aunque no sólo debido a ellos, por supuesto).  Me habrán influido más o menos, pero estoy seguro de que si hubiera pertenecido a equipos de otros jefes, ahora no sería igual.  No es el único factor que pueda definir mi perfil, por supuesto, pero le adjudico una gran responsabilidad en mi evolución como profesional y como persona.

De ahí, la importancia del proceso de selección y nombramiento de los jefes.

Son nueve en mi vida laboral y quien más ha influido positiva y palpablemente en mi vida es el único que fue sometido a determinados procesos de selección que intentaban calibrar la valía de la persona para la función adjudicada.  Sólo uno de nueve: Rodrigo Cenis.

Rodrigo es un hombre hecho a sí mismo que, salvo la legítima aplicación de sus dotes de networking, fue nombrado en sus diversos puestos directivos por criterios que no tenían que ver con influencias ajenas a conocimientos, experiencia y resultados conseguidos.  ¿Casualidad?  No, no, creo que no.  Ahora bien, si hubiera tenido padrino, sus cargos habrían sido mucho más altos.

No se puede elegir a los jefes porque sí.  Ni porque saben mucho, caso de Gumersindo, q.e.p.d., ni porque tienen muchos títulos rimbombantes, caso de Manuel.  Y estos dos casos no tuvieron mucha influencia externa, entiéndase “enchufes” en la jerga de la máquina de café.

Quien sabe mucho se suele ofuscar por esa profundidad de conocimientos y se ancla en tareas que no le debieran corresponder.  Puede ocurrir el caso, bastante habitual, de que esos grandes conocimientos se conviertan en orejeras que no permitan ver más allá de la zanahoria o del pienso en el capazo.   Léase Gumersindo.  Y que además, conjugado con falta de otras capacidades imprescindibles, arrastren a enfermedades que desemboquen en ríos negros.

Los títulos no son malos en sí, al contrario.  Pero nadie debe considerar que su obtención es garantía inmediata de éxito. Existen cerebritos que llenan sus paredes de grandes titulaciones, pero son incapaces de aplicar sus conocimientos con un mínimo de eficacia.  Y un recién titulado no debe ejercer por su titulación funciones de responsabilidad directiva hasta haber demostrado, primero, que es capaz de desarrollar en lenguaje de empresa los conceptos adquiridos, y segundo, que es capaz de liderar un equipo de trabajo y gestionar otros recursos.  Sin experiencia, un título es energía potencial, no tiene nada de cinética, y siendo potencial no provoca movimiento, es decir, ni acción ni resultados.

Adolfo Riva es el jefe modelo para encarnar la asignación de un cargo sólo por “servicios prestados”, y que se podría añadir a los motivos “ser familiar de”, “ser amigo de”, “ser del mismo partido que”.  Adolfo Riva provenía de un sindicalismo politizado y propenso a prácticas que se mueven en lo deshonesto y hasta a veces invaden lo corrupto.  Son casos extremos.  Pero también se producen otros nombramientos que, si bien no pecan de nepotismo, los motivos de la elección tampoco responden a una capacidad demostrada y contrastada que, como quiero exponer más adelante, son variables necesarias para tener buenos jefes.  Me refiero a que la decisión de elevar a alguien a categoría de mando se base, por ejemplo, en la antigüedad, o en la afinidad con el nombrador, o en la visión recortada de “lo que siempre he tenido cerca”… 

Entiendo que para ser un buen jefe hay que reunir una serie de cualidades base que no sé definir muy bien, y que tampoco me fío de las que la literatura específica expone.  He tenido en mis manos varios modelos de liderazgo que siempre me han parecido muy teóricos, filosóficos e, incluso, filantrópicos en algún caso. No sé cuál es la verdad.  Hasta creo que no debe fijarse ningún modelo específico, que además cada momento o circunstancia puede requerir soluciones diferentes y, por tanto, estilos diferentes y, quizá, jefes diferentes.  Me voy a fiar de lo que he conocido y sobre lo que he escrito, y con ello voy a intentar establecer cualidades y defectos que de cada jefe me han llamado la atención, siempre entendiendo mi subjetividad y las circunstancias en que se producen.  Aun así, me arriesgo al ejercicio y quiero suponer que surgirán características universales, básicas, horizontales o transversales…que debe tener o no tener quien aspire u ocupe un puesto como jefe de algo.  De cada uno de los míos, extractaré los que voy a llamar Rasgos Lúcidos y los Rasgos Turbios, es decir, aquéllos con los que me he sentido pleno de aprendizaje, y aquéllos con los que me sumido en algún grado de oscuridad.

 

  • Primer jefe:  Don José Jesús, el paternalista mandón

 

¡Qué tiempo y qué estilos! …aunque algo de Luz recibí de aquel hombre paternalista: su compromiso con la empresa (a modo de servilismo) y que sabía dar las órdenes claras y bien dirigidas, quizá como consecuencia de esa sociedad militarizada que le había tocado vivir.  También era espabilado para detectar valías y aprovechar cualidades.

 

Y los Rasgos Turbios…  ¡Hombre, a quién se le ocurre leer el periódico en la oficina haciendo ostentación de ello!  Mal ejemplo, mal ejemplo, que luego mis compañeros lo tenían abierto en los cajones y le echaban largas ojeadas.  Este hombre nos vigilaba con tanta dedicación que cuando no estaba en la oficina no trabajaba nadie.  Y además, le gustaba propiciar la competición entre los subordinados, en lugar de impulsar el trabajo en equipo, y controlar, controlar, controlar… Mi padre también diría: “y cómo mandaba el José Jesús, eh, disfrutando como un sargento”.

 

  • Segundo jefe: Alberto, el motivador

 

Aportaba mucha Luz para su gente, por eso destacaré varios Rasgos Lúcidos en su forma de gestionar.  Sabía aplicar cadencia en el desarrollo de las personas de su equipo, a las que además aplicaba cercanía y buen trato, que combinaba con un buen conocimiento de la persona.  Impulsaba la generación de ideas y animaba a crear y aplicar nuevas cosas.  Por sí mismo, era un gran negociador, buen estratega, humilde, involucrado en su propia formación…

 

El orden y la organización no eran sus poderes, aunque Alberto se encargara de pregonarlo a los cuatro vientos, acción que todavía evidenciaba más el defecto.  Le embargaba el pesimismo sobre su futuro profesional (lloraba, lloraba, lloraba) y lo transmitía al equipo.  En ese lamento, cometía excesos en pedir hacer las cosas como un trueque personal: yo te doy buen trato, ideas, campo de actuación… y tú me das lealtad, resultados, buena imagen…

 

  • Tercer jefe: Pepe, el benemérito

 

Uy, Pepe, Pepe, ¿dónde está tu Luz?  Quizá aún alucine con su hipnotización…  Sus Rasgos Lúcidos…  Energía como el Sol, su sistema de gestión claro y definido, su capacidad de trabajo (que también incluiré en la oscuridad), inteligencia táctica, memoria profunda, llaneza y cercanía…  Tenía la empresa en la cabeza, sabía cuál era el punto débil profesional de cada uno y no dudaba en hurgar dentro de la herida si con ello sacaba provecho (llamémosle motivación desde lo negativo a lo positivo).  La velocidad de la Luz para tomar sus decisiones y una disposición total para la gente de su equipo cierran los aspectos Lúcidos de su gestión que le llevaron a tan excelentes resultados a corto plazo.

 

Pero cuánta locura en su adicción al trabajo, en las largas reuniones donde sólo él quedaba fresco para en el último momento sellar una orden que disfrazaba de pregunta, de orientación, de propuesta…  Confabulaba de un modo torpe, todo el mundo le veía venir, pero Pepe se creía que iba ganando siempre… Destrozaba a sus colaboradores en la creencia que los niveles de energía se regalaban por doquier igual que el Sol alumbraba todas las mañanas, los exprimía con tal fruición que después de sacar el jugo ni las cáscaras eran aprovechables…  Y, aunque parezca lo contrario, le dominaba un enorme complejo de inferioridad porque nunca terminó de creerse adónde había llegado y con quiénes se había equiparado…

 

  • Cuarto jefe: Michel, el inseguro

 

Irradiaba algo de inteligencia, o bastante, según se mire, con dotes comunicativas… y ahí se apaga todo.

 

Mientras tanto, la oscuridad hacía acto de presencia con sus largas dosis de autocontemplación susurrándose que era el más listo y el más guapo de la clase, los robos de buenos trabajos hechos por otros convirtiéndose en un traidor profesional, un fingimiento de “buen rollito” para encubrir su deseo de lucirse pisando sin mirar abajo… todo sazonado de esa inseguridad personal que transmiten los pagados de sí mismos, buscando la aprobación de los demás allí donde papá no le aprobó.

 

  • Quinto jefe: Emilio, el práctico

 

Hombre sereno, humilde, silencioso, culto…  Hábil en sus relaciones internas y externas para encauzar siempre el beneficio de la empresa, por medio del cual buscaba el propio, es decir, primero gana la empresa, en consecuencia ganaré yo.  Daba una atención personalizada y detallista a todas las personas y su capacidad de síntesis era proverbial, sobre todo, para establecer los límites del trabajo y no perder el tiempo en lo innecesario.  Descubría con facilidad las componendas políticas y se convertía entre bambalinas en un buen estratega.

 

Fogonazos de oscuridad…  Que encumbraba la ley del mínimo esfuerzo y encorsetaba la innovación para liberarla sólo en los momentos que consideraba apropiados: cada uno se dedica a lo que le toca hacer y debe hacerlo con la mayor eficiencia, especialmente en el uso del tiempo.

 

  • Sexto jefe: Adolfo Riva, el trepa

 

En Adolfo, era envidiablemente luminosa su seguridad en sí mismo, sin importarle lo más mínimo su ignorancia.  Avanzaba sin mirar atrás y siempre tomaba la posición.

 

¿El más oscuro de los directivos descritos?  ¡Sin duda!  Más que oscuro, diría que negro como la profundidad del cosmos, y lo más doloroso es que navegaba sobre la impunidad, como si su comportamiento fuera una definición caracteriológica de los denominados seres normales.  Espía, vendepatrias, delator, prepotente, servil, rastrero…  No le importaba nada que no fuera su estatus, incluyendo la posición y el dinero, haciendo alarde de ello hasta convertir su discurso en obsceno, sacrílego, inmundo…

 

  • Séptimo jefe: Rodrigo Cenis, el entusiasta

 

Dicen que los ángeles son seres puros de Luz.  Siendo consecuente con los calificativos que he elegido para comentar los aspectos de cada jefe, debería decir que Rodrigo fue un ángel.  No podía volar, seguro, y se reirá a mandíbula batiente en cuanto lea estas líneas, pero sí, cierto aroma divino desprendía, por su calidad como persona para la empresa, para mí y para él mismo.  Sin oscuridad, su quehacer se llena en mi recuerdo de varias clases de iluminación, desde la de un fósforo que te libra del cero absoluto, hasta la de un foco que te hace destacar en un escenario después de una intervención gloriosa.  Quiero ser leal con quien lo fue conmigo, y así digo de Rodrigo que se convirtió en mi mejor jefe porque era buena persona y porque sabía enseñar, tenía interés por la formación y por su aplicación en el trabajo,  se ejercitaba en la empatía y actuaba en consecuencia, aunque tuviera que ceder en su autoridad y compartir sus prebendas jerárquicas, motivaba con buenas artes y creaba el mejor ambiente para que se consiguiera el mejor resultado, cuidaba las formas, el estatus de quien le rodeaba y elevaba el de sus colaboradores para hacerles sentir la importancia de sí mismos.  Rodrigo es el ejemplo más evidente de ese slogan que tantas veces se cuelga por ahí sin ningún sostén: “Creemos en las personas”.  Y ganando dinero, oiga, mucho dinero… para la empresa, digo.

 

  • Octavo jefe: Gumersindo Altamiranda, el experto

 

A Gumersindo, poca Luz le puedo adjudicar… si acaso, el poder del conocimiento y la minuciosidad para no dejar cabo suelto.

 

En cambio, se llenaba de rasgos de oscuridad, como la prepotencia, aunque más bien desde la timidez y la lejanía.  Mandaba desde las prebendas del estatus, muy distanciado del equipo, con un comportamiento casi aristocrático.  Exageraba el peso de los conocimientos técnicos para resolver los problemas y, como era expertísimo, su gestión se hacía personalista, casi individual, controlando todo en su puño.  También esa soberbia le provocaba excesiva autosuficiencia, pensaba que podía resolverlo todo, y fue tal frustración al fallarse que le llevó al infarto.

 

 

  • Noveno jefe: Manuel, el inexperto

 

Manuel me transmitió su alegría.  Era dicharachero y muy buen comunicador, vendedor de ilusiones, que unido a su buena formación de base, a sus vivencias desde jovencito en la diversidad y a su inteligencia innata le daban amplios cimientos (aún frescos) para ser un excelente directivo en el medio/largo plazo.

 

Pero sus deseos de alcanzar el éxito ya mismo, desde la inmediatez, con esa idéntica soberbia que Gumersindo emitía, le hacía exagerar su capacidad para el buen trato hasta parecer ficticio.  Manuel aparentaba que se dejaba asesorar para luego dejarte hablar con visos de interés y hacer lo que ya tenía pensado de antemano; si además estabas de acuerdo, se anotaba la medalla de generador de ideas, tal como le habían enseñado en la Escuela de Negocios.  No reconocía que no sabía; por dentro, deseaba ser infalible y se sentía obligado a transmitirlo…  Pero aprenderá.

 

…que usted lo haya pasado, y lo pase, bien.

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