Blogia

Molintonia

Gregorio, de la generación resistente

Gregorio, de la generación resistente

Cuando Gregorio nació, ya estaba creada en su entorno la fuerza que le llevaría por la vida con un hilo resistente, de seda o esparto, según los tiempos, fuerte por obligación y largo por destino.  Su madre, Isidra, hacía pocas semanas que había recorrido andando el trayecto desde la casa de sus suegros, en La Cartuja de la Concepción, hasta la torre Olivera, porque quería dar a luz junto a la abuela Miguela, igual que había hecho en su primer parto, el de Pilar. Más de cinco kilómetros recorridos con nueve meses de embarazo. Era el 17 de noviembre de 1930, inicio de la década en que la España de Primo de Rivera pasó de la ilusión de la República a la oscuridad tenebrosa de la Dictadura, con una guerra civil de por medio, bombas, balas, hambre y muerte.

La alegría llenó la familia provocando las sonrisas de Bernardo, su padre, y su hermana Pilar, que festejaban dejando atrás el dolor por la muerte de Isabel, hija y hermana que perdieron a los pocos años de nacer.

Gregorio, con rizos royos y mirada bondadosa, correteó por los campos de la frontera del barrio de Montemolín, cerca de las arboledas de Cantalobos, mirando cómo pasaban silenciosas las aguas del río Ebro, hasta que destinaron a su padre a La Zaida, a 55 kilómetros de Zaragoza.  Era guardagujas en MZA, una empresa de ferrocarriles que había comprado esa línea.  Y allí les pilló uno de los frentes más duros de la guerra, el choque entre los dos ejércitos que provocó el desalojo de los pueblos en toda la zona y que tuvieron su éxodo desde las orillas del Ebro hasta Almudévar, donde se habían preparado campamentos de refugiados.  Bernardo había sido movilizado a Barcelona por el Gobierno republicano.  Las tropas nacionales avanzaban aguas arriba del Ebro y Gregorio, con cinco años, de la mano de su madre y de su hermana Pilar, de nueve, se unieron a las columnas de los desahuciados, más de 100 kilómetros en los que pasaron bombas a su lado, soldados maltrechos y miedo, mucho miedo.  Recuerda Gregorio que una bomba les pasó por encima de la cabeza, no estalló porque cayó en tierra de labor, pero a su hermana le salió sangre de los oídos.

En Almudévar estuvieron unos cuantos días. Algunos soldados les daban ropa o utensilios de lo que habían robado en los pueblos que iban conquistando, pero un sargento autoritario se las hizo devolver y llegó a amenazar con matarlos mientras su madre le rogaba de rodillas que no disparara.  También recuerda Gregorio un bombazo contra un autobús y a los soldados heridos salir gritando y gimiendo.  Finalmente, los trajeron a Zaragoza en camiones de las tropas golpistas.

Se instalaron en la torre Olivera primero, y después, vuelta a La Zaida, a esperar las visitas del padre, a vivir del estraperlo, o de la venta de bocadillos a los soldados transportados en los trenes que paraban en esa estación.  Terminó la guerra y regresó Bernardo, y Gregorio pudo recibir su primera formación en la escuela municipal... Pero en 1944, una trombosis tras una operación de hernia dejó a la familia sin el padre. No había nada que hacer en La Zaida y se mudaron a Zaragoza.

Gregorio, con trece años, tuvo que ponerse a trabajar.  Ayudaba a su madre a vender fruta o a recoger cartones o leña, lo que pudiera venderse y así conseguir algo de dinero para sobrevivir.  En 1939 había nacido su hermano pequeño, Antonio.  Eran cuatro bocas para alimentar.  Vivieron en la calle Manuela Sancho, cerca de la iglesia de San Miguel, luego tan importante en su historia.  Consiguió empleo en una carnicería de la calle del Salvador para ayudar en la fabricación y venta de morcillas, donde además de ganarse un sueldo, conoció a Josefina, una muchachita que vivía justo enfrente, con su madre Edmunda y su hermana María Pilar.  Aún no habían cumplido los 14 y los 17, y se hicieron novios, novios de entonces.  En aquellos tiempos oscuros de dura dictadura, estuvo muy vigilada la expresión de amores en la calle, con multas y calabozo a quien los mostrara en público.  En el portal de la calle del Salvador, casi esquina con Privilegio de la Unión, la parejica se hacía algunos arrumacos cuando un policía de paisano los vio y quiso llevárselos a comisaría. Gregorio, algo farruco, se dio la vuelta tapando a su novia, dijo en alto “tú, Josefina, métete en casa” y al hombre “yo voy con usted”.  Salieron a la avenida y, en cuanto vio un tranvía, se echó a correr como alma que lleva el diablo, se subió a él y perdió de vista a su captor.  Parece ser que había besado a Josefina en los labios.

Fue Gregorio aspirante a torero y futbolista, participando en capeas primero, como torero especialista en el estoque, y en torneos juveniles después, como portero especialista en parar penaltis por aguante al tirador. Pero cuenta que, sin tiempo y sin padrinos, no pudo triunfar, porque potencial tenía.  Lo quiso fichar un Tercera División, el Celta, y algo se rumió para el Arenas.  Su equipo fue el Atlético San José.  Entrenaban en un sótano y le tiraban a una portería pintada con tiza sobre unas paredes húmedas y desconchadas.  Cuenta ufano que una vez le prometieron un puesto en un equipo importante si se dejaba meter un gol que le diera la victoria al equipo que representaba el directivo corrupto que le hablaba, y no sólo cuenta su honestidad, sino que una parada inverosímil a un penalti en el último minuto del partido final le permitió dejar su portería a cero.  También se ufana, y gusta verlo así, cuando cuenta que aquel equipo de San José estaba compuesto de estudiantes universitarios y algún profesor de Veterinaria.  Su club residía en un banco de la plaza de Santa Engracia.

En aquellos años vivió con su abuela Miguela en la calle Belchite y también comía muchas veces con los manoletes, sus jefes casi parientes y, ya novio de Josefina, en casa de su futura suegra Edmunda, a quien apreciaba y recuerda con mucho cariño porque lo trató como un hijo.

Cambió de trabajo buscando ganarse mejor la vida, pensando en su familia futura, y se convirtió en migrante a 120 kilómetros de su casa, se marchó a Sabiñánigo, pasando unos meses por Jaca, nada menos que durante diez años, para aprender el oficio con aquellos llamados ‘los chaparros’, los Rapún, luego con Ángel Campo, haciendo de camarero los domingos, su único día libre, en el Casino, y eventualmente como organizador de eventos en las fiestas o de alguacilillo en las corridas de toros.  Bajaba a ver a su novia con una Lambretta arriba y abajo por el Monrepós, cada tres o cuatro meses.

Se casaron el 8 de mayo de 1960 en la iglesia de San Miguel, donde bautizaron diez meses después a su primer hijo.  Josefina también era huérfana de padre desde la misma edad que Gregorio, y fue entonces su cuñado Luis el padrino, y la hermana de ella, María Pilar, la madrina.  Su viaje de novios fue a golpe de Lambretta desde Zaragoza a los Pirineos y hasta Calpe, el peñón de Ifach, ilusionados como jóvenes para comerse el mundo.  En sus escalas, tuvieron que enseñar en todos los hoteles el libro de familia, pues veían joven a Josefina, aunque ya tenía veintiséis años, y no se creían que estuvieran casados cuando pedían una habitación para los dos con cama de matrimonio.

Se volvieron a Sabiñánigo y vivieron en una casita de encanto a las afueras del pueblo, pero solo fue para unos meses, porque le habían encontrado trabajo en una carnicería de los Picazo y precisamente en pleno corazón del barrio de Montemolín, donde los dos habían vivido pegados a sus fronteras, en Miguel Servet, 97, con vivienda en la parte de atrás, que daba al corral de los Diago.  Años felices, unos cinco, en ese local, viviendo cerca de la madre y de la suegra, viendo crecer a los tres hijos que fueron llegando mientras la empresa ganadera se iba desmoronando.  En todo ese tiempo, no tuvo vacaciones y sólo un puente libre para tomarse un descanso fuera de Zaragoza.  Era el año 1967 cuando para agosto, Gregorio llevó a la familia a Panticosa a pasar una semana y él se volvió al trabajo.  El puente se lo tomó de fiesta y así pudo pasar un par de días allí antes de traerlos y casi le pilla un terremoto del que el famoso barman Perico Chicote hizo chanza cuando entregaba unos premios en el balneario, adonde pudieron llegar por una carretera serpenteante con aquel 4/4 renqueando y provocando una larga fila porque Gregorio no se atrevió a pasar de primera velocidad, por miedo a que se le calara en la subida.

Gregorio veía venir el descalabro de los Picazo al haber fallecido Leandro, el inteligente de los hermanos, y salió a tiempo, convirtiéndose en lo que hoy se llama emprendedor, sin cambiar casi de manzana, tomando en arriendo la carnicería de don Hipólito Melero, en el 85 de la misma calle, con un salto al vacío que parecían apaciguar las escasas nueve pesetas de su saldo en la cartilla de ahorros.  Tiempos quedaron atrás con los recuerdos de sus aprendices, de sus viajes semanales hasta la plaza de España para entregar la recaudación, de equilibrios para llegar a fin de mes y poder pagar el colegio de sus hijos o el seguro de aquel Renault 4/4 primero, o del Seat 600 después.

Fue Gregorio un seguidor a muerte de Los Magníficos del Real Zaragoza, acudiendo sin falta a la Romareda y contando con emoción aquel remate de Marcelino, esa carrera de Canario, el paradón de Yarza o la salida al corte de Violeta.  Vivió los desencantos del descenso a Segunda, pero gritó los éxitos de los Zaraguayos.  En uno de los trayectos con el Seat 600 para ver un partido contra el Sevilla, un poco más adelante de la iglesia de San Antonio se le trabó el pie en el acelerador y le dio un golpetazo al Dodge Dart que tenía delante.  Salió una señora encopetada que le dijo malencarada. “Pero bueno, si casi nos tira usted al Canal”. El pobre 600 se había quedado con una aleta pegada al neumático, y el soberbio Dodge se quedó con un ligero rasguño que más parecía un adorno que una consecuencia del choque.

El negocio empezó paso a paso a ir bien.  A Gregorio le gustaba que le dijeran que era industrial en carnicería.  Entre él y Josefina preparaban embutidos y algún preparado especial que eran admirados en el barrio, como la longaniza y las hamburguesas, que a veces elaboraban con sus hijos en la trastienda.  También traía conejos que criaban sus primos en la torre Olivera, y las clientas les hacían pedidos para los sábados, tal que así se quedaban hasta las tantas de la madrugada del viernes preparándolos para que al día siguiente sólo hubiera que entregarlos, lo que hacían sus hijos mayores, José Antonio y María José, ganándose algunas propinillas.  Acudía tres días a la semana al Matadero, que lo tenía ahí a mano, en el número 57 de Miguel Servet, para elegir el género y marcarlo con su sello GRP en rojo, como si de un exlibris se tratara.  Luego los traían por la tarde, los descargaban operarios vestidos de blanco con manchas de sangre, y Gregorio los colocaba en la cámara frigorífica a la espera de trocearlos para su venta.  Era hábil Gregorio con las herramientas de fileteado y deshuese.

Como les iba entrando dinerillo casi abundante, se cambió el coche por un Seat 124 D, con el que acudieron al valle de Gistain en el primer viaje, a visitar a su hijo el mayor al campamento Virgen Blanca, bajo el Posets.  Qué gran aventura, con el volante y el tubo de escape casi desencajados a la vuelta, después de ir más de 12 kilómetros por un camino forestal.  En Barbastro pudieron ayudarles en un taller y así llegaron a Zaragoza con más susto que placer viajero. Una vez arreglado, hizo una excursión a Sabiñánigo, para poder mostrar a aquellos amigos que había dejado años atrás cómo su negocio propio le estaba dejando una prosperidad muy evidente.  El aprendiz se había hecho empresario.

Después de vivir en la vivienda trastienda de la carnicería, se trasladaron por fin al 2º Centro de la calle Fillas, luego llamada Francisco de Quevedo, en principio proporcionado por los Picazo, pero que luego, cuando dejó la empresa, siguieron teniendo un par de años en alquiler, hasta que compraron su primera propiedad, en la calle Montearagón, 2, 1º A, un piso de pasillo largo y cuatro habitaciones, pero sin calefacción central, lo que le llevó en poco más de tres años a aceptar la oferta de su prima Emilia, de Peipasa, para comprar un piso en un edificio que había promovido esa empresa panificadora en la que sería después la calle Hermano Adolfo, en el 2, 6º D. Por supuesto, con calefacción central.

Es Gregorio un hombre de esa escuela que firma un contrato con un apretón de manos, un hombre al que la honradez le guía por encima de todo, que tiene la bondad como herramienta de trabajo y al que no le gusta deber dinero a nadie, ni a los bancos y, por eso, vendió de inmediato aquel piso de la calle Montearagón para pagar la deuda a su prima Emilia, a pesar de que ella le dejaba el tiempo que quisiera para pagar, diciéndole que “así te guardas el otro para alguno de tus hijos o para hacer patrimonio”.

Se murió Franco, y Gregorio recordó cómo el haber sido hijo de rojo le había colocado en listas de la policía política y así le negaron varias posibilidades que buscó antes de irse a Sabiñánigo, como trabajar de mecánico de aviación o entrar en alguna empresa grande o de funcionario.  Siempre estuvo en vilo como autónomo por si enfermaba o si le iban mal las cosas.  Trabajaba horas y horas para terminar las salchichas o la longaniza o deshuesar esa ternera o amasar carne picada para las hamburguesas.  Y todo con su Josefina al lado cuidando a los hijos, cocinando o llevando las cuentas, o saliendo a atender si la cosa se ponía apretada con tres o cuatro clientas en la espera.

Y en esa época de la Transición, con el miedo que le daba no se volvieran a repetir la guerra y la represión, afianzó con raíces el negocio, aunque no se atrevió a cambiar de local y ampliarlo a pequeño supermercado, como le hubiera gustado a la más lanzada Josefina.  Pero Gregorio se había hecho más conservador y no se quiso arriesgar.  La carnicería siguió adelante y en el verano de 1978 pudieron por fin salir de auténticas vacaciones, a Lloret de Mar, al hotel Mireia, con ayudas que todavía daba lo que se llamaba Educación y Descanso, dos semanas de hotel a pensión completa, repletas de excursiones por la Costa Brava que no olvidaron en muchos años.

En el 79, con el mayor en la mili, María José trabajando en Agrar y Andrés en la escuela taller del Ejército del Aire en Agoncillo, se cambió el Seat 124 por un Ford Fiesta 1100 Ghia, aún también de segunda mano, pero de apenas un año de matriculación y perfectamente cuidado. Iba el mundo dando coletazos y Gregorio

Y el 5 de octubre de 1981 llegó el primer nieto, Juan Carlos, de María José, que le trajo alegría y esperanza por la vida y el negocio, ya que la aparición de los mercadillos, con más puestos de carnicería, le había dejado muy preocupado por el futuro.  Pero el chaval, que revoloteó muy a menudo por el piso de Hermano Adolfo, le proporcionó esa vitalidad que transmiten los niños cuando te miran sonriendo sólo porque estés allí con ellos.

Y a partir de ese momento, ya fueron tiempos de más nietos, con Raúl, David, Laura, Eduardo y Sofía, que fueron llenando el corazón de Gregorio con cariño y esmero en ese entorno propicio para el desarrollo y que hacía olvidar las amenazas del destino.

Llegaron los tiempos de asentamiento en los que no faltaron inquietudes por el futuro, como en cualquier persona perteneciente a esa generación de la resistencia, a la que nada le fue regalado por la fortuna, y que forjó su patrimonio desde la nada, prometiéndose que la vida de sus hijos y de sus nietos sería mucho más fácil que la suya, que tendrían el sustento asegurado porque podrían estudiar y acceder a las cosas bonitas de la vida.

Gregorio y Josefina, con la existencia establecida en torno al cuidado de quienes tenían cerca de su alma, tejieron mallas protectoras por si, como le pudo pasar a Pinito del Oro, la trapecista que tanto gustaba a Gregorio, los esfuerzos se les fueran de las manos y cayeran al vacío.  Pero habían forjado brazos y regazos potentes gracias al arrope, al acogimiento y a la cercanía, esas manos sensibles y abiertas que acariciaban a la distancia como si las tuvieras aquí pegadas, en tu piel, con amor.

En 1995, llegó la jubilación, con la resaca del triunfo en la Recopa del Real Zaragoza.  Fueron desmantelando ese local con vivienda, donde estuvo instalado el laboratorio de fotografía, los juguetes para los nietos, las despensas de chorizos y longanizas... Gregorio vendió las herramientas, las cuchillas, los tajadores, la picadora, las balanzas, el mostrador frigorífico...  Se dio de baja en el Gremio de Carniceros y le agasajaron en una cena con esa placa de plata que guarda con orgullo por 52 años de trabajo en la profesión, desde los 13 hasta los 65, con jornadas de más de 12 horas al día, más de 70 a la semana, números que Josefina nunca contabilizó, a pesar de su orden para albaranes, facturas y recibos.  Se despidieron sin ruido, mirando atrás con satisfacción, sin rencores ni cansancios, con el agradecimiento al negocio y al oficio que les había dado mucho más de lo que hubieran podido esperar cuando festejaban de casi niños por las calles de Montemolín y San José.

Años atrás, Gregorio se había cuidado de ajustar la cotización para que le quedara un poquito más del mínimo.  Y también años atrás, Josefina se había creado un fondo de pensiones para poder aportar a esa época algo de paga que aliviara las cargas esperadas.  Pero a veces el destino te presenta delante a seres que te miman sin haber motivo, con una dedicación más que profesional como la de aquella funcionaria que le dio a Josefina la posibilidad de acceder a la jubilación del SOVI, por sus años cotizados como modista y algunos apaños legales, como añadir las vacaciones no disfrutadas, para alcanzar el mínimo de los 1500 días que daban derecho a una paga escasa, pero suficiente para añadir a la jubilación de Gregorio. Y así empezó otro cumplimiento de sueños. Liberados de cargas familiares, viajaron y viajaron, incluso hasta Buenos Aires, hasta Iguazú, hasta Uruguay... Galicia, Oporto, Canarias, Baleares, París...  lo nunca previsto desde aquella vez que vieron el mar Mediterráneo en el viaje de novios o disfrutaron del valle de Tena o de las playas en la Costa Brava.

Aquel dinerillo que habían ido ahorrando en ese fondo de pensiones, que ya ahora no era necesario para complementar los ingresos, sirvió para otro sueño, qué bien que las vacas gordas puedan llegar con deseos y esperanzas para disfrutar.  Gregorio y Josefina compraron un apartamento en Salou, al que se marcharon varios meses al año, en la calle Huesca, cerca del paseo Jaime I, con sus nietos aún pequeños Sofía y Eduardo, tiempos para disfrutar con paz y paciencia del sol, del mar, de la pineda cercana, de la alegría de los nietos.

Edmunda, la suegra de Gregorio, vivió hasta casi los 99 años, le faltó una semana.  Falleció en 2004.  Y esos años de viajes por el mundo o en ida y vuelta a Salou, se combinaron con el cuidado durante más de 15 años de esa mujer de carácter que se fue marchando de a poco, casi en silencio, molestando lo menos posible, hasta que murió en casa con las manos cogidas de sus dos hijas, Pili y Josefina.

En el parto de Andrés, allá por el 20 de octubre de 1965, se le manifestó a Josefina una estenosis mitral, congénita, que hasta entonces no le habían diagnosticado.  Cuenta Gregorio que le debe la vida de los dos al doctor Teixeira, quien la atendió y consiguió revertir una situación que pudo ser fatal.  Pero el corazón estaba lesionado y era cuestión de tiempo que no fuera a más hasta incluso impedir el movimiento a causa de que el esfuerzo no podría ser soportado. Después de varias soluciones que alargaban la problemática, no quedó más remedio que someterla a una operación para colocarle las válvulas que podrían facilitar el tránsito de la sangre en su corazón de manera fluida para obtener una adecuada oxigenación y volver a un estado de vida normal.  La operación fue bien.  Se realizó en mayo de 2007.  Tenía Josefina 73 años y se abría así un período con posible calidad normalizada.  Pero cada hito en la vida se apoya en el destino, parece ser, y después de la intervención sufrió un ictus que cambió de objetivo las esperanzas.

Gregorio tuvo que volver a demostrarse que era un hombre de palabra con el compromiso, la honradez y la entrega incluidas en su ADN. Él se dijo que ahora tenía que dar la talla y así cambió su meta de vida cómoda y descansada por una transformación vital que le dio el rol de cuidador durante nada menos que nueve años. Más que cuestión de honor fue cuestión de amor.

La generación de Gregorio se fundamentó en patrones de comportamiento absolutamente distintos para el hombre y para la mujer.   En el matrimonio habían adoptado tácitamente esos patrones sin que nada ni nadie pidieran otra actitud.  Cuando Josefina enfermó, con el ictus del que ya no pudo recuperarse, a pesar del empeño médico y familiar en ello, Gregorio comenzó a asumir su nuevo rol de amo de casa junto al de hombre proveedor.  A los 76 años, su modelo de funcionamiento se llenó de cacerolas, carros de compra, fregonas, bayetas y productos de limpieza, mientras aprendía más y más qué debía hacer para ser el mejor cuidador del mundo, el mejor cuidador de su mujer.  Se habían casado en 1960.  En 2010 pudieron celebrar los 50 años de matrimonio.  Habían visto cómo crecían sus hijos, con sus estudios, sus buenos puestos de trabajo, sus bodas, los nietos, los biznietos... 50 años que les habían dado la vida desde aquel compromiso que nació aún mucho antes, en 1948, cuando se prometieron en aquel corral de la calle del Salvador, enfrente de la carnicería de Manolete y con la tía Felisa vigilante.

El cuidado de Josefina supuso un tránsito por centros de día y residencias que Gregorio asumió desde la aceptación y la entrega, siempre con la esperanza de que tal o cual fisioterapeuta descubriera tal o cual ejercicio, que tal o cual logopeda descubriera tal o cual práctica que devolviera a Josefina el estado que pudo mantener apenas unos días después de la operación, hasta que el dio el ictus.

No faltó un día Gregorio a su cita con Josefina, con mimo y cariño, con entrega y dedicación, llevando escondidas en el bolsillo aquellas bebidas reconstituyentes que no le daban en las residencias, o esa golosina que siempre agradecía con una sonrisa que le iluminaba sus ojos azules.

Josefina falleció el 23 de enero de 2016. 

Hasta ese día, a la par que su labor, Gregorio celebraba con emoción los títulos universitarios de sus nietos, que superaban a los de sus hijos, con su emigración mucho más allá de Sabiñánigo para abrir la familia al mundo, el nacimiento de sus biznietos...

Hace poco vendió el apartamento de Salou.  Quizá se le pudo caer alguna lágrima, pero tuvo convencimiento y aceptación, vive el tiempo y la época que le toca vivir y mira valiente, como siempre lo fue, como cuando se enfrentaba a un penalti o a un novillo, hacia el aquí y el ahora.  Ha cumplido 93 años. Recuerda dónde estuvo cada una de las tres carnicerías, sus viviendas, los nacimientos de cada hijo, los bordillos de la plaza Utrillas, las leyendas del palacio de Larrinaga, las entradas al Matadero Municipal, el cine Roxy, las butacas de madera de La Salle Montemolín, y allá a lo lejos, aquella carnicería de Ángel, o más aún, la torre Olivera, donde su madre y su abuela le obligaban a comer verdura.

Epílogo de "Otoño contigo"

Epílogo de "Otoño contigo"

Hasta aquí llega Otoño contigo, selección de relatos como seres de otros mundos, que presenta ese título con aroma a petricor, color amarillo y dulce preámbulo para la época más cálida de la existencia en este mundo.

En 2011, cumplidos los 50 años de vida, recogí mi obra literaria en una compilación que titulé En medio de la vida, nacida de una catarsis. Han pasado doce años, unidad de un reloj, de un año y de las leyes mágicas del universo.

Hace tiempo que vengo en transición (diferente de la catarsis) y ya termina. Llegamos a ser otros, quizá otros más, cuando vamos cruzando los puentes.

Estas has sido las colecciones de relatos publicadas:

  • Arañazos
  • Epistolario de un oficinista (selección)
  • El juego de las sillas
  • Cuentos de Luz
  • Fábulas de Montemolín
  • Qué cosas tienes, Ceferino
  • Inútiles directivos
  • Mujeres que llenan mis noches
  • No es cierto que las madres son maravillosas (selección)
  • Hemistiquios
  • Nada es como tu nombre
  • Evangelios mágicos (selección)
  • Amando a mares (selección)

En total han sido más de ciento setenta relatos en cuarenta y dos años, de diferentes temáticas, extensiones y técnicas narrativas, es decir, eclécticos, tal como he calificado mi estilo cuando me han preguntado.  Podría ser también variado, diverso o heterogéneo.  He deseado desde mis primeros escritos repetirme lo menos posible y así fueron surgiendo con esos estilos diferentes, e incluso pretendidamente originales, con las que contar mis imaginaciones y mis intuiciones, ingredientes en la marmita que Juan Rulfo asigna a la creatividad (junto con la voluntad, el trabajo y el esfuerzo).

Me he ocupado, no mucho tiempo, en hallar en lo escrito una división por etapas, y lo he conseguido, salpicado de cierto escepticismo… pero he descubierto algunos hitos que podrían marcar también un giro, cambio o revolución en mi contenido literario.  La incluyo en el prólogo y la transcribo aquí:

“la más antigua recorrería los años de 1981, fecha del primer relato, a 1994, año en que viajé a Argentina; la central, que ocuparía el período hasta 2011, cuando decidí hacer la recopilación En medio de la vida; y la tercera desde ese año hasta 2023.”

Trece, diecisiete y doce para cada una de ellas, respectivamente.  

Ciertamente, este año que está concluyendo ha supuesto, por varias razones, una evolución vital, más allá de la literaria, pero, por tanto, también literaria.  Guardo tres poemarios y una novela en el cajón, que han ido naciendo desde principios de 2022 a estas fechas.  Serán las obras de paso, y así entro en esa cuarta etapa incierta, pero atractiva; el mundo sigue, nunca se detiene, y juego con ventaja, porque lo sé.

 

José Antonio Prades

8 de noviembre de 2023

Prólogo de "Otoño contigo"

Prólogo de "Otoño contigo"

Según la numerología, el 22 es un número maestro. Se asocia con la capacidad de traer los conceptos espirituales a planos concretos, incluso de convertir los sueños en realidad.  Este libro, por alguna razón causal, es decir, sin premeditación, repite por dos veces ese número.  Son 22 los relatos que he escogido de mi obra impresa para brindártelos en unión, y 22 también son los inéditos que incluyo en la segunda parte de esta selección titulada Otoño contigo.

La tercera estación del año es la del colorido, y para la metáfora en la vida es la del asentamiento.  Desde ahí, he vuelto a mis relatos para ir a tu lado con estas creaciones escogidas, que buscaron en su día recrear un mundo de lectura dentro de este mundo de locos.  Hoy repiten intención con distintos compañeros, que son influencia para impulsarse de formas diferentes y llegar a distinto público, quizá como tú.

En el índice al final de libro, podrás comprobar los años de creación y las obras que los acogieron. El más veterano nació en 1982, cuando cumplí esa edad mágica de 21 años, cuando me incorporé al mercado laboral y cuando soñé que jugaba el Mundial de fútbol que se celebraba en España. Fue entonces el momento en que había recorrido el tercio de los años que ahora tengo, nada más y nada menos que un camino de vida, acompañado de avatares y corazones para llegar a comprender cuál es la misión que elegí: estar aquí contigo, en el otoño, con lo creado gracias a las capacidades obtenidas para ofrecértelo con el deseo de que disfrutes y adivines los entresijos que en la mayoría de las ocasiones ni yo mismo he sabido encontrar.  Pero están, seguro.

Desde Arañazos hasta Nada es como tu nombre, sobrevolando varias colecciones de relatos, esta selección se adentra en cada una de mis ciclos y deseos de influencia o comunicación.  Establezco la selección desde tres etapas; la más antigua recorrería los años de 1981, fecha del primer relato, a 1994, año en que viajé a Argentina; la central, que ocuparía el período hasta 2011, cuando decidí hacer la recopilación En medio de la vida; y la tercera desde ese año hasta 2023.

Los inéditos van aquí para darles casa, ya que no aseguro que la puedan tener después y no quiero dejar a ninguno atrapado en mis archivos.

Quiero reiterar aquel cometido desde hoy mismo, más lleno de experiencia, de alegrías y sinsabores que me han movido por la dualidad de la vida, ahora que ya he aprendido que no hay buenos ni malos, ni derechas ni izquierdas, ni dioses ni diablos, sino resortes que estimulan el camino para no desviarte de la ruta hacia el amor.

Camarada, colega, avancemos juntos. No importa la meta, es el camino.

 

José Antonio Prades

 A 9 de noviembre de 2023

Reseña de Vivir a contratiempo (José María Ariño Colás)

Reseña de Vivir a contratiempo (José María Ariño Colás)

Estas líneas comienzan en el veterano bar Las Palmeras de la calle Doctor Iranzo de Zaragoza, la única que une o atraviesa los barrios de Las Fuentes y Montemolín.

El doctor Vicente Iranzo fue ministro en la Segunda República. La calle que lleva su nombre nace en el paseo de Echegaray y Caballero, dramaturgo y compositor, respectivamente, de la zarzuela Gigantes y cabezudos, emblema aragonés, y muere en la de Francisco de Quevedo, escritor conceptista, más conocido como poeta, emblema del Siglo de Oro español. Como puede comprobarse, Echegaray y Caballero con Francisco de Quevedo forman un pareado de arte menor en rima asonante. Y es que estas líneas van a continuar repletas de poesía. Poesía tan bucólica y estentórea como la Segunda República de Iranzo, que cambió un rojo por un morado. Bucólica porque nace en el mundo campestre de Aliaga, en Teruel ni más ni menos. Estentórea porque nace con el oxímoron de un grito en silencio desde lo más profundo del corazón. Corazón que también se pronuncia amor, como en los protagonistas de Gigantes y cabezudos.

José María Ariño Colás es amor. Y escribe tan desde allí que, cuando me iba mostrando uno a uno sus poemas, se detuvo varias veces para sujetar sus lágrimas.Y es que vive en la incertidumbre, como nos quiere transmitir con su poemario, su primer poemario, gestado suspiro a suspiro, desde sus dudas que no sabe que son certezas. Certezas del amor.En ese bar arriba citado, quedamos José María y quien suscribe para hablar de poesía, entre otros temas, rodeados de personajes escapados de las figuras negras de Goya, quizá alguno de Los olvidados y un par de Viridiana (Buñuel, que rima con Teruel, merece dos citas).Hablábamos antes de amor. Y no encuentro otro tema unificador en el poemario de mi buen amigo aliaguino.

“Cada uno escribe con lo que tiene”, me decía él entonces. Y qué mejor prueba que estos cincuenta poemas que dedica a su hijo Pablo y a su mujer, Nieves.

Todas las composiciones van encabezadas por una cita de los literatos que le han inspirado, Kavafis, Neruda, Lorca, Olga Bernad, Emilio Gastón…, pero uno de ellos, repetido por dos veces, es quien más asoma entre los versos, don Antonio Machado. 


Recuerdos de una infancia adormecida

allá en la sierra austera del Maestrazgo.

(De RECUERDOS, pág. 15)

¿A quién esos dos primeros versos no le evoca el Retrato del poeta sevillano? Sea Aliaga por Sevilla, el Maestrazgo por Andalucía, y una “enciclopedia amarillenta”, como la que un profesor, tal como Machado y Ariño lo fueron, hiciera leer a sus alumnos en algún aula helada de las estepas españolas, sean Soria o Teruel.


“Vino , primero, pura, / vestida de inocencia, / y la amé como un niño” (Juan Ramón Jiménez, en Eternidades)


No me hables del amor.

Prefiero que me muestres la dulzura

de tus ojos de luz,enamorados.

(De ODA A LA BELLEZA, pág. 24)


Transcribo esta cita y esos primeros versos del poema que le sigue, porque contienen ambos esa referencia al premio Nobel, otra de las principales influencias que contiene este poemario.  Belleza, amor, infancia, inocencia, que se unen al reiterado regreso a la naturaleza de su Aliaga, revisitada con nostalgia.


Por mucho que te alejes,

por mucho que te evadas,

sabes que volverás

a tus raícesal filo del otoño

en un rincón ameno

y apacible

(De TUS RAÍCES, pág. 46)


Y en esa humildad que transmite en su mirada, en esa introspección que demuestra en cada verso, Ariño nos invita a seguir leyendo tras el primer poema, en el que susurra:


Pensabas que el poema

era un acto sublime

inalcanzable

(De APRENDIZ DE POETA, pág.13)


y continúa con SER POETA “…o mendigo, …o bohemio, …un peregrino, …un hombre sincero”, ya que “Lo demás son postizos añadidos”. (De SER POETA, pág. 14)

Estos temas literarios —siempre con el propio autor como sujeto de cada poema, aunque hable a los demás como a sí mismo— se anclan con un lenguaje claro y directo, con la palabra sencilla y el sentimiento vivo.  Nos transporta en un velero sobre un mar calmo, en el que acaban de pasar las tormentas, y donde más allá del horizonte se vive con el pasado y se ve la orilla como esperanza del futuro que le atrae.  Escribe desde las emociones de un desengaño derrotado, desde el ambiente otoñal que peinan sus canas, pero haciendo hablar a un vibrante corazón que se llena de primaveras y veranos.


Aprovecha el momento

del amor,

de los sueños

(De MOMENTOS, pág. 79)


VIVIR A CONTRATIEMPO es un poemario creado a fuego lento, desde un interior que vibra con la poesía como forma de entender al mundo y de transmitir lo que su enseñanza proporciona. José María Ariño es maestro y nos lega su cátedra en cincuenta poemas con los que ha aprendido a VIVIR A CONTRATIEMPO.


José Antonio Prades

31 de octubre de 2023

Abducción

Abducción

 

Volvía de un evento, especialmente anhelado, a las 10 de la noche de un domingo de invierno.  Vivo en una casa antigua, en un paraje cercano a una zona de montañas rocosas de Aragón, los mallos de Riglos.  Fue un trayecto extraño, me habían entrado llamadas al móvil que pasaban por bluetooth al audio del auto con extraños ruidos de conexiones fallidas.  Era un número oculto.  A veces esos sonidos de entrada parecían jadeos de mujer.  No podía separarlos del golpeo que las enormes gotas de una tormenta salpicaban la tierra, los árboles, la chapa y el parabrisas.  También aparecía el relámpago con el trueno subsiguiente, luz y estruendo, magnífico espectáculo.  Conforme avanzaba por la carretera, el ambiente se enrarecía más y más.
Llegaba de un congreso realizado en el Pirineo aragonés oriental, concretamente en el valle de Pineta, donde varias ponencias, entre ellas la mía, hablaron de avistamientos extraterrestres en la zona, que presentaba mucha actividad al respecto.
Intenté abrir la puerta del garaje con el mando a distancia, pero falló —no había luz eléctrica, supuse—, así que salí del coche, me mojé hasta la médula, la levanté manualmente y me introduje raudo y veloz en el habitáculo. Nada más cerrar la portezuela, un enésimo relámpago iluminó hasta las mismas tinieblas del espacio sideral.  Y mientras resonaba el trueno subsiguiente, entendí que en la ventana de mi dormitorio había visto reflejada una sombra extraña.  Parecía imposible que la oscuridad reinante, sólo rota por los faros del auto, pudiera darme esa imagen.  Lo achaqué a la tensión del viaje bajo la lluvia.  
Quise arrancar el motor para acceder al garaje... y ni mención hizo.  Además, los faros se apagaron.  Quedé reducido a la más absoluta oscuridad.  Saqué el móvil, por supuesto, y ya te podrás imaginar que tampoco funcionaba.  Más truenos, más relámpagos, sonido de naves espaciales... sí, ovnis por encima de mí, a lo lejos y cerca, me pareció sentir una invasión con destellos más potentes que los relámpagos... y silbidos, sonidos de afiladas espadas eléctricas cortando el aire, el agua, el techo de mi auto. El perfil de la figura continuaba restallando allá arriba con cada fogonazo... y además me miraba, quise creer.
Sin techo, el coche se inundaba; mi pelo, mi camisa, mis pantalones, mi piel se llenaban de más agua sucia, con una sustancia viscosa; quizá fuera barro. 
¿Sabes? No tenía miedo. Estaba escrito, era esperado. En aquel congreso, había recibido el mensaje de que iban a realizar 
conmigo una abducción para después poder transmitir al mundo, a través de mi actividad periodística, cómo eran los mundos de las Pléyades.  Me sentí completamente seguro de que se estaba cumpliendo lo predicho, que me iban a meter en cualquier nave que me llevaría a esa civilización avanzada. Lo que me pareció una comunicación absurda en su momento se iba a cumplir y estaba preparado, incluso excitado, lleno de energía interior para cumplir la misión asignada, ya tantos años perseguida con mis investigaciones.
Entré a casa.  Antes de nada, quería secarme, cambiarme de ropa, y vino la luz, se inundó el pasillo y el dormitorio de luz halógena con todo el alumbrado activo. Sobre la cama, me esperaba mi novia, desnuda, provocativa, sensual, expresivamente excitada:
—Ven, tu camino a la galaxia pasa a través de mí.

SINESTESIA (Reseña de Todas las que fui - Ana Alcolea)

SINESTESIA (Reseña de Todas las que fui - Ana Alcolea)

TODAS LAS QUE FUI es una novela sinestésica. Sinestesia es un término que se define como una figura literaria por la que se le atribuye a un sentido las sensaciones de otro. En la novela de Ana Alcolea, escritora zaragozana premiada con el Cervantes Chico y con el galardón de las Letras Aragonesas, podemos escuchar mientras leemos. Leemos la historia de una diva derruida y escuchamos decenas de óperas sobre cuyos libretos se desarrolla una trama que nos lleva por todo el siglo XX, especialmente detenido en la Segunda Guerra Mundial y los fascismos italiano y alemán. Guerras y amores, mansiones, profesores, criados que parten desde Zaragoza y transitan por múltiples ciudades, como corresponde a una diva, al modo de Elvira de Hidalgo, a quien la autora homenajea dándole nombre y tarea en el personaje de donna Elvira. Elvira de Hidalgo fue profesora de María Callas, quizá alter ego de Georgina, nacida Escuer y convertida en Patti.

La voz que narra se ubica en una anciana que desde la residencia de mayores donde vive, rendida a sus cuidadoras y al olor de sus pañales, nos cuenta su vida artística y amorosa, entretejida por sus sensaciones de mujer dolida, derrotada y olvidada que ya sólo espera a morir sola mientras evoca su ascensión y caída.

No te pierdas esta novela si gustas de leer literatura con un estilo sencillo y fluido, de ritmo justo y personajes de carne y hueso que te envuelven sin darte cuenta, con un tránsito delicado, en el que puedes aprender o revivir historia o música, amor y dolor, triunfo y derrota.

Resultó finalista del Premio de Novela Ciudad de Barbastro y ha sido editada por Prensas de la Universidad de Zaragoza. 327 páginas.

QUÉDATE CON LA ÚLTIMA PALABRA (No te veré morir, de A. Muñoz Molina)

QUÉDATE CON LA ÚLTIMA PALABRA (No te veré morir, de A. Muñoz Molina)

QUÉDATE CON LA ÚLTIMA PALABRA

Comienzo esta reseña escuchando la suite nro. 1 para violoncello, de Bach, interpretada por Pau Casals en agosto de 1954, en la abadía de St. Michel de Cuxa, cerca de Prades (no la ciudad de Tarragona, sino la ubicada en los Pirineos Orientales con el mismo nombre y que ejerce como capital del territorio catalán en Francia).  Tiene que ver, precisamente, con el exilio de Pau Casals en tiempos de Franco.  Escúchala, son quince minutos evocadores y ayuda a sentir la profundidad de la novela.

Me acerqué a este libro por dos razones, su sinopsis de contraportada y un reto de Ana Segura: conversar sobre el libro, intercambiar opiniones, de lo que estas líneas serían el aperitivo.  Tal sinopsis expresaba que  íbamos a leer un reencuentro de dos antiguos enamorados que se separaron hacía unos cincuenta años.  Y ahí reside una razón personal, que viene poco a cuento, pero que explica el interés por leerlo y tan deprisa, en apenas tres tardes.  Abundando algo más en la trama, hallo que esos “unos cincuenta” son cuarenta y siete, y que quien rompió fue Gabriel Aristu, el protagonista, influido por terceros…  enormes coincidencias. Además, a las pocas páginas encuentro una referencia a Prades, ese pueblo que más arriba he citado, por ser la ciudad que mejor y más recuerda a Pau Casals, el gran cellista que tiene allí un homenaje cada año y que es la inspiración de Aristu, también intérprete de cello, instrumento no sin importancia con la historia y con la personalidad del protagonista.  Aún suena detrás de estas letras.

Seguí leyendo tras un comienzo que me resultó algo arduo, difícil, ya que se trata de una frase que ocupa setenta páginas, a modo de mantra que hipnotiza y subyuga para prepararnos otros dos tercios suaves en el estilo y contundentes en el argumento mientras nos vamos hacia el amor, la muerte, la memoria, los hijos, el pasado…  Sí, es una historia de amor, pero, como era de suponer, no es sólo eso. Muñoz Molina juega con las voces, que son tres, dos omniscientes que no son la misma, y una en primera persona como observador, que relata bajo su punto de vista lo que el protagonista le va contando en sus encuentros de confianza, satinado de sus interpretaciones y de una historia personal que repite varias veces, como si el autor quisiera que quien lo lea le dé la importancia que requiere para entender precisamente esa interpretación que aporta a los hechos.

Crea Muñoz Molina una novela en su justa dimensión, lo que se agradece frente a las novelas (y películas) río que nos invaden, como si la inversión de esos euros se suponga mejor aprovechada cuanto más papel y tinta contenga el libro.  Son 238 páginas, con mucho espacio en blanco y letra grande, llenas de tal salpicado de beldades que también se me queda pequeña la inversión, pero por este otro motivo.  Debo confesar —algo he anticipado— que debí aplicar cierto esfuerzo para continuar tras las primeras diez páginas, pero leer Prades (el pueblo) y Villanueva (la calle) me hizo darle una cancha que ahora agradezco (perdón).

Da cuenta de su oficio, con maestría y a la vez con humildad, sin alharacas ni estridencias, con un lenguaje sencillo, pero no simple, con construcciones que nos dejan infinidad de huecos para re-crear la historia, mientras disfrutamos de paseos por California, Virginia, Nueva York y Madrid, con alguna referencia a Suiza.  Pocos personajes, muy bien perfilados, con su arista que se interna en esa historia de amor, que no es sólo de amor (ya lo he dicho), sino de varias situaciones entrelazadas, de varias visiones superpuestas.  Con suavidad, pero con hondura, se inmiscuye en la realidad española anterior a 1967 (año de la separación de Gabriel y Adriana), recovecos de la dictadura vivida a pie de calle, donde más dolió.  Juega con ambivalencias de los personajes, sobre todo de Aristu, hombre culto y cultivado, pero manso… aunque en las dos páginas finales quizá podamos entender que ha superado con creces la penitencia, que se ha lucido como gran seductor, aprobando la asignatura pendiente de aquel día cuarenta y siete años antes. 

Lee hasta el final y quédate, sobre todo, con la última palabra.

(fotografía de Paula Argüelles, en eldebate.com)

Párrafos de Nadine, l'amour

Párrafos de Nadine, l'amour

Me arrebataron mi libertad y aquello quizá fue lo peor que me ha tocado vivir. Gracias a Dios, si en París aprendí a llorar y curarme del desamor, en mil novecientos ochenta, en Irlanda recobré el dorado rincón donde saludar al cielo sobre aquellas verdes praderas entre azules y grisáceos paisajes, donde pasaba las tardes enteras paseando con un libro en las manos, para terminar sentada sobre el impermeable en lo alto del camino divisando el mar, quince años después. 

***

Una poderosa carga de sensualidad atrae hacia mí lo más lujoso. La gente habla mucho del sexo, del morbo, de lo erótico y algunos se atreven a hablar de la sensualidad. Me río en su cara, porque son deseos que tienen como si fuesen animales irracionales. La sensualidad empieza por uno mismo y se prolonga horas e incluso días intensamente y jamás desaparece. Se percibe a través de los sentidos, de todos los sentidos conocidos y algunos más. No tiene verjas ni muros infranqueables, llega hasta el límite del infinito, al menos para mí. La conocí muy joven y he aprendido a acrecentarla. La sensualidad está en todo, desde el primer paso con el que amaneces en el suelo, un pie desnudo que te trae un escalofrío apasionante de deseo hacia no sé qué parte alta de tu cuerpo, pasando por una barra de labios y una sonrisa ante las cosquillas que el vaporizador de tu perfume favorito hace vibrar en tu pecho; está en introducir la llave con dulzura en la cerradura de la puerta del despacho, en levantar las persianas para que se ilumine la estancia; en la sonrisa de tus manos cuando bebes acariciando la copa; en la caricia a una muñeca de trapo en la estantería de la sección de juguetes, en el tacto de la tapa suave de ese libro que compras y huele a tinta; en la mirada de la noche cuando llegas a casa y enciendes las velas para darte un largo y cálido baño, en la esencia del detalle cuidado; en la paciencia, en la danza, en el vestido suave, incluso en el vientre del cemento: la Tierra. 

No quiero aprender a vivir como tú, es imposible. Quiero aprender a sentir como tú, que es una forma de vida, pero para vivir como tú se necesita ser como tú, con tu pasado, con tus circunstancias, con tu cuerpo, con tu alma. Quiero aprender a leer tus detalles, a mirar y ver, a tocar y sentir, a no pensar en pasados ni futuros cuando miras un velero. Quiero aprender a recordar como recuerdas tú, con sensaciones que sobrepasan la memoria, con tu mirada lúcida. 

***

Solo si vas sin nada eres capaz de sentir gusanitos en tu vientre. Sentir que el metrónomo de tu corazón se acelera hasta vivir sin más hora que la existente fuera del reloj de aquellos "tiempos modernos" que un cómico genial dejó para los que viven el primer segundo en el sonido de una gota de agua.  

Yo también te quiero, David, pero ¿estás seguro de que puedes entenderme? ¿Quieres seguir? Carpe diem, los poetas muertos, ¿no volverás a tener miedo?, ¿podrás volar sobre mis alas?  

¿Estás seguro de amarme?  

*** 

Hace años, una amiga me dijo que estaba hecho de algodón.

***

Una amapola azul emana incienso 

bajo la tentación de los frutos 

sobre la ultratumba, 

donde Babel suplica 

que no hurtemos de la vida 

el amor de los mortales. 

Tus alas cubren mi sombra 

en el camino del álamo  

y siento dolor en la espina, 

olor a mi propia sangre 

que se ahoga en mi desmayo 

bajo tu manto de ángel. 

Son mis alas 

que brotan del tuétano, 

y me elevan, redimida,  

sobre el crepúsculo de los huesos. 

 

***

 

El viento puede ser la magia  

donde la realidad semeja irreal  

y la luz se convierte en nube. 

 

Busco palabras para subirme al viento,  

pero como ya será magia,  

me obliga a unirme a ti una y otra vez como la orquídea a la tierra,  

aunque la fingida placidez,  

la traidora calma del pasado que se ancla hoy en los miedos y en las rutinas 

te lleve de regreso al penal del desamor. 

 

Y me uno a ti porque el amor es invencible,  

como la pura esencia de los dioses,  

la que llevas dentro  

para entender que tu libertad mira hacia los valles de la ventura,  

donde me he alojado para esperarte  

como a un rayo que ilumine de golpe las quimeras,  

y que solo brilla cuando te has cambiado de ropa y sonríes al mundo. 

 

Ninfa mágica,  

musa de la armonía, 

carisma de los mortales que acarician la muerte  

hasta dominarla en un ritual de vida, 

tanta savia como inunda tu cuerpo cuando la unión está cerca, 

tanta humedad suculenta que nace de la presencia,  

de la presencia. 

 

Los tactos de los cuerpos enteros, 

las vibraciones del deseo en los instantes, 

cada momento de fuerza como caballo desbocado, 

y tú buscándome como amada, 

como quien ama, 

oculta en la penumbra del miedo, 

aparecida en el mundo tras entornar la puerta de la farsa. 

Ciérrala contigo fuera, 

arroja la llave al foso incandescente de Mordor, 

gira sin volver atrás 

...sin volver atrás, 

y arrójate dulce y tierna en el amparo del sentimiento.