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Molintonia

Epistolario de un oficinista, Prólogo

Mi tío Pascual se ha trasladado a Guinea, a Malabo, ascen­dido a Jefe Administrativo en la nueva sucursal de la empresa donde trabaja. Con esta promoción pretenden recompensarle su labor de hormiguita durante veinte años.  Algo vale Pascual, pero no es para tanto.  Dicen que la veteranía es un grado. Quizá.

No piensa volver, al menos es su intención.  Creo que cam­biará de idea, pero consecuente con lo decidido, me ha nombrado usufructuario total de sus propiedades en España.  ¡Ni que fuera un potentado!...  Suena bien, suena bien... usufructuario total.  Lo cierto es que puedo disfrutar de un amplio ático en una casa antigua de Zara­goza, sin ascensor, situada en la calle del Coso, y de un terreno yermo en El Burgo de Ebro, pero cercano a la urbanización Virgen de la Columna.  Algo haré.

Pascual dejó claro que podía utilizar indiscriminada­mente todos sus enseres, excluida la venta, por supuesto.

Me ha llegado la edad de ser universitario, ¡qué horror!  Convertido pues en un muchacho responsable, llené una maleta de ropa —la preparó mamá—, otra de libros, pósters y recuerdos y me trasladé a Zaragoza, a mezclarme con estudiantes, militares y americanos.  El viento es terrible.

Nada más entrar al ático me asombré.  Desde mis doce años no había visitado a mi tío, siempre era él quien via­jaba hasta Teruel.  El mobiliario se veía recién comprado, ultramoderno, colocado con gusto.  En el techo inclinado, sobre la mesa de despacho, se abría una ventana que daba una luz intensa.  Las paredes estaban pintadas de blanco.  Impresionaba la luminosidad.  Iba a vivir de miedo, ¡sí, señor!

Tiré las maletas sobre el sofá y curioseé por los arma­rios. Estaba todo vacío. Me senté en la silla giratoria y escudriñé la casa.  El interés por encontrar alguna indis­creción de Pascual llevó mi mano al cajón de la mesa.  Lo abrí.  Estaba repleto de fotografías, postales, cartas...  Saqué los papeles, y comencé, uno por uno, a estudiarlos detenidamente.  Abundaban fotografías mías, no sabía que Pascual me estimara tanto.  Allí me vi desnudito, con pañales, en triciclo, con balón, en bicicleta, fumando un puro y en el hospital cuando me operaron de apendicitis.  Supuse que firmaban las postales amistades o compañe­ros de trabajo.  Al esparcir los papeles por la mesa, dejé apartado un paquete de cuartillas unidas por unas gomas.  Cuando las liberé de su atadura, cayeron de entre ellas muchos papelitos escritos con letra pequeña y apro­vechados al milímetro.  Comencé a leer.  Las cuartillas eran cartas firmadas por un homónimo mío, Álvaro, car­tas pulcras y amplias; los papelitos parecían apuntes.  Nada más empezar con la carta más antigua, me creció un interés casi morboso y  no dejé de leer hasta haber terminado de repasar la rúbrica de la última cuartilla.  Narraban las peripecias de un personaje algo especial, llamado Ponciano.  Con este nombre, oí hablar a mi tío de un compañero de trabajo.  Sus palabras hacia él siem­pre fueron de respeto y estima.  El lugar donde sucedían los hechos contados en las cartas me recordaba la oficina de Pascual, incluso coincidían los nombres de los compa­ñeros.  No comprendía cómo un tal Álvaro escribía sobre vivencias claramente protagonizadas por mi tío.  Las fechas no eran muy lejanas.  Dejé las cuartillas.  Por cierto, estaban escritas a máquina, pero no así los pape­litos, y en aquella letra diminuta adiviné la caligrafía de Pascual.  Hablaban del mismo tema que las cartas.  Pare­cían apuntes, notas, diálogos, que no querían quedarse en el olvido.  Casi todo se reflejaba en las cartas más o menos igual. Extrañísimo.

Estaba muy cansado y tenía hambre.  Saqué el bocadi­llo que mamá me había preparado, ¡bendita mamá!, y luego de un baño reconfortante, me acosté.

Empecé a darle vueltas al asunto de las cartas.  Rela­jado, podía pensar mejor.

Era él.  Pascual las escribió.  Era su relato, y los pape­litos, sus apuntes.  Al marcharse, lo dejó todo preparado, las fotografías, las postales...  Me levanté de la cama como un rayo para ir a confirmar mis deducciones.  Estaba clarísimo.  Sólo había en el cajón fotografías mías.  Cuadraba con la firma de las cartas.  Álvaro soy yo y yo no las he escrito.  Todas las postales tenían la rúbrica y el nombre de los compañeros que citaba en la historia.  Iban dirigidas a mi tío.  Me fijé en la firma de las cartas y, a pesar de rezar Álvaro, la rúbrica era idéntica a la de Pascual.  ¿Por qué estaban allí?  Era indudable que las había dejado para que yo las encontrara.  El cajón era lugar inexcusablemente debería utilizar.  Me he atrevido a llegar a la conclusión de que me las ofrecía como regalo...  Como regalo de un guión para escribir una novela.

Como puede comprobarse, he seguido los dictados de mi imaginación.  No sé si estas deducciones correspon­den realmente al deseo de Pascual, quizá me haya exce­dido, pero como algo le debo, mucho le quiero, me tomo la libertad de utilizar este legado con mi nombre.  Y con mi nombre, no por suplantación en interés particular, sino porque de esta manera mantengo su acentuada timidez entre algodones.

He descubierto el porqué de su predilección por mí.  Se consideraba un escritor frustrado y veía su realización en su sobrino Álvaro.  Seguro que tenía pavor a ver su nombre en un papel como autor, y más en una historia de la que él es protagonista directo. También dudaba de su gramática, incluso de su ortografía, y eso le hacía escon­der su afición.  Pensaba que no tenía posibilidades.  Al visitarnos siempre me pedía mi última poesía, mi último relato.  Era la única persona.  De la familia, sólo  él se interesaba.           

Siendo sincero, poco he modificado sus escritos, porque he querido guardarle lealtad.  Ha quedado un relato corto, no llegará a novela.  Algunas cartas las he ampliado, siempre pensando en qué deseaba contar, y como siete era su número preferido, en siete he dejado el número de cartas.  ¡Mi tío Pascual!  ¿Quién lo iba a pensar?

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