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Sinopsis de Silvana, la puta, y otros cuentos

Sinopsis de Silvana, la puta, y otros cuentos

Silvana es una mujer de cuarenta y cinco años, con una buena posición social, dedicada al diseño de moda, que en cuanto acaba de morir su madre, intentando deshacerse de fantasmas enquistados, narra en primera persona su único amor, ocurrido en 1982, cuando contaba doce años de edad. Salvador fue su primer novio, el muchacho del primer beso, del primer tacto, que deja huella para toda la existencia. También está Beatriz, la íntima amiga que le acompaña muy de cerca en ese despertar adolescente. Silvana, Salvador y Beatriz formaron un triunvirato de consecuencias impensables

A partir del primer cuarto de la novela, aparece otra voz plana e insensible, incrustándose a modo de informe policial, que nos va narrando otra historia, en la que el lector se va encontrando datos que coinciden con lo que cuenta Silvana y que ocasionan el descubrimiento paulatino de ciertos hechos que tintan de terror los pasajes recordados. Ambos hilos narrativos se entrecruzan dejando señales de cómo se interrelacionan. Silvana está pasando por un crudo momento emocional y lo transmite con su forma de contar aquellos instantes tan románticos en su hallazgo del amor, mientras ese informe hace de contrapunto en estilo y contenido para ir moviendo la balanza de las sensaciones, sin llegar a equilibrarla en ningún momento.

Trata del amor y de la pasión en compañía del sexo, del abandono físico y emocional de los padres, del delito más execrable que puede producirse en este mundo y de la hipocresía social. Penetra en los bajos fondos y en las miserias del ser humano para desenmascarar un submundo con escenas escabrosas, unas de iniciación, otras repletas de un desprecio abominable. Denuncia cómo los estratos más poderosos son capaces de usar sin la menor empatía a otras personas para procurarse su bienestar.

En resumen, sus líneas revelan una historia intensa, desgarrada, que se sumerge en los impactos psicológicos que dejan unas relaciones familiares llenas de dureza, y en la que el lector vive con la protagonista su amor adolescente desde una viva y ágil narración que profundiza en la soledad y el dolor provocado por hechos lejanos que, aún treinta y tres años después, causan sentimientos contradictorios. Y el giro que le da a la historia la segunda voz deja huecos en la trama que deberán armarse en la propia imaginación de quien va bebiendo la historia…

Esta novela ha resultado ganadora del III Concurso Literario "El Trallo", convocado por la Comisión de Cultura y Juventud del Ayuntamiento de Grisén (Zaragoza), edición de 2016.

 

Y de los diez relatos adjuntos...

‘El lápiz de labios’ juega con la visión narrada en presente del amor de un tímido muchacho por una compañera de clase, un muchacho tierno, soñador, que vibra cuando puede verla cada tarde en la academia donde cursan estudios de administración. Un día hay un fiesta en la peluquería de al lado, a la que ambos son invitados…

Los secretos familiares cobran importante relevancia en ‘La cajita de latón’, donde el narrador, tras una pregunta curiosa de su hijo, nos cuenta los entresijos que cuarenta años atrás llevaron a una mujer a huir de pueblo en pueblo por un Aragón agreste. Un notario, una herencia, un asesinato, el qué dirán…

¿Puede ser tan cruel un hombre para citar a su amante, perdidamente enganchada al sexo con él, a las nueve de la noche el 24 de diciembre? ‘Cita en Nochebuena lo cuenta.

La venganza libera, y más si nada más tienes que hacer más que nombrar ‘La llave’. Un ser apestoso se humilla.

La liturgia católica en una ‘Misa funeral’ marca la escucha de un diálogo chismoso sobre una aventura de cuernos en un barrio antiguo y pacato, donde se desvela que las cosas no eran como parecía.

Hay amores que marcan a fuego, sobre todo si fueron de verano y en la playa, ‘En Salou, Eva’, durante la adolescencia y bajo un amparo mágico.

Un bar llamado ‘Espectros’ acoge un desquite contra unos políticos corruptos. La manera de contarlo denota el odio encubierto de quien preferiría pegarles un tiro.

‘Nada es onírico’ nos llena de poesía en el amor, con prosa poética y versos que narran cómo vuelve a hacerse muy palpable un sentimiento que se truncó, pero que el fuego reaviva como si un rayo luminoso lo provocara.

Blas Carnicero se escapó de ‘La cajita de latón’ para morir en la cárcel un día de Semana Santa por ‘Causas sobrenaturales’. Es la historia de un asesino reconvertido en visionario tras un acto de contrición.

Es tierno leer cómo ‘El ictus y el amor’ son relacionados como causa y efecto del descubrimiento de la capacidad de cuidado esencial que un marido tiene para atender a su esposa enferma. Sí, es un ejercicio de ternura y un homenaje.

 

El coronavirus y el amor

El coronavirus y el amor

A veces silencio la palabra amor. A veces la cambio por cariño, afecto, solidaridad. Y lo hago porque mi pudor responde todavía a la educación masculina ancestral de que lo sentimental pertenece al mundo femenino y no al mío. Y es verdad, pertenece al mundo femenino, pero no a las mujeres. He aprendido a diferenciar a lo masculino de los hombres y a lo femenino de las mujeres, pero no voy ahora a hablar de esto. Sirva de introducción para hablar de amor.

Quizá debiera escribirlo con mayúscula: Amor. Así podría diferenciarse de la acepción más común que usamos en nuestro lenguaje cotidiano, el amor de pareja.

Alguien (gracias) me aclaró que el amor (Amor) no es un sentimiento, es un estado. ¿Estás o no estás... en el amor? Y también me aclararon que el amor no es enamoramiento, y que el amor no es posesivo, ni violento, ni empieza o acaba... Me costó entenderlo porque estaba lleno de creencias impuestas por nuestra sociedad, que, consciente o inconscientemente, nos programa para quedarnos en nuestra superficie y enfocar nuestros comportamientos hacia la supuesta realidad que vemos, oímos, palpamos, olemos o gustamos. No creo que la realidad sea lo que nuestros sentidos externos perciben; está demostrado científicamente, pero los realistas lo discuten, es decir, la realidad que los realistas defienden está refutada por la Ciencia en que apoyan sus argumentos. Quizá el sexto sentido, la intuición, aparece como herramienta más idónea para percibir el mundo, la existencia.

La intuición me dice que vamos a salir del coronavirus con una dosis de amor en vena tal que superará en porcentaje inconmensurable la que ahora sabemos expresar. Estoy dispuesto a escuchar ¡iluso!, ¡romanticón!, ¡sentimental!, ¡feminoide! Ya con oídos esquivos, intentaré explicar a qué refiero.

Sé que no hace falta una referencia a los aprendizajes directos que estamos adquiriendo con la crisis, porque vuelan por la red cientos de mensajes que con más o menos enfoque práctico nos los expresan a diario. También mi amiga Pilar Aguarón Ezpeleta se ha referido a los científicos como los salvadores del momento. No voy a negarlo, por supuesto, pero nada en nuestra especie humana puede consolidarse si no evidenciamos el amor (Amor). Evidenciar es hacer consciente, dejarlo salir de nuestra costra interna con el conocimiento de que su tránsito discurre porque lo deseamos así. También vale si es inconsciente, pero entonces el nivel de aprendizaje es chiquitín. Alcanzar la sabiduría no es llenarse de conocimientos intelectuales, es comprender desde la intuición (algunos dicen 'desde el corazón') que todo lo adquirido por la mente sólo sirve para la vida en la Tierra si lo aplicamos con amor. El amor como estado actúa de catalizador para enfocar las acciones al objetivo supremo que tantas teorías filosóficas o espirituales nos ha mostrado con relativo éxito: 'vivir en la unidad', 'ser uno', ''no hagas al otro lo que no quieras para ti', 'ama al prójimo como a ti mismo', 'haz el bien y no mires a quién', 'ama y haz lo que quieras'...

Vuelvo al coronavirus. Que tengan que trabajar los científicos (incluye mujeres) para superar esta crisis y lograrlo gracias a ellos es fundamental para eliminar el miedo. El miedo es el opuesto del amor. Hay quienes nos dicen que solo hay dos estados: el miedo y el amor. Cuanto más miedo sentimos, menos amor desprendemos... y viceversa. A esta crisis, los psicólogos la están llamando 'la crisis del miedo', que nos hace ser irracionales, egoístas, agresivos. Y por otro parte, son infinitos los actos que se van oponiendo a ese sentimiento, actos de amor, que son los de una sociedad sana, abierta, comprometida, auténticamente humana (y valga la extensa significación del término).

Seamos conscientes de que cuando la crisis acabe, si mantenemos conscientemente los actos de amor y los aplicamos para que desaparezca el dolor del mundo, habremos entendido lo que ese pequeñajo tan feo ha venido a enseñarnos, después de que hayamos despreciado tantos avisos: que si el otro ser está bien, nosotros estamos mejor... y la Tierra también.

Namasté.

Poemas como hechizos

Poemas como hechizos

El 16 de noviembre del año pasado, subió a la luz mi abuela Dora.  Había nacido en el 36, a la vez que empezó la guerra civil española, pero ni ella la sufrió ni nos la nombró a los nietos en las narraciones de su vida, más llenas de anécdotas graciosas que de sufrimientos o letanías de culpa.

Podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja.

Soy hijo de su hija menor, la que pudo heredar sus poderes, pero que ha preferido encauzarlos a una cosa que llaman reiki, que consiste en aliviar dolores y enfermedades con imposición de manos, como enfermera en la Seguridad Social, en cuidados intensivos del Hospital Miguel Servet.

Quiero contar en estas páginas una de sus aventuras, la que destapó mi curiosidad para hacer más preguntas sobre esa condición esotérica.  Anticipo que no tienen respuesta y que las sigo haciendo, por lo cual, si usted es persona avezada en este asunto, le ruego ya mismo que lea lo siguiente con esmero y, si le es posible, me haga llegar su opinión.  De no tener conocimientos en la materia, espero que le sirva para seguir investigando y así pueda entender mejor la primera frase de este relato.

Mi abuelo José, al que no conocí porque falleció unos años antes de nacer yo, aparece en esta historia allá por 1950, cuando conoció a mi abuela.  Vivían los dos en Zuera, un pueblo importante que está a unos 30 kilómetros de Zaragoza y a 125 del monasterio viejo de San Juan de la Peña.  Es importante este último dato.

Dora viene de Adoración y, según cuenta mi madre, el nombre le venía ‘al pelo’, porque era una mujer que se merecía ser adorada por su bondad y su ternura.  Quizá usted se pregunte por qué entonces he escrito antes que ‘podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja’.  No quiero cambiar el calificativo, pero no era una bruja como la de los cuentos.  No practicaba magia negra ni hechizos ni sortilegios.  Ahora podría llamarla hada, hechicera, maga, nigromante o taumaturga.  Descarto sibila, vidente o adivinadora.  Me atrevería a aceptar alquimista.  No conozco detalles suficientes, pero me guío por la intuición sobre lo que mi madre cuenta, no mucho.  Era una bruja buena.

Tuvieron un noviazgo tradicional.  En aquellos tiempos, una pareja de adolescentes que se convertían en novios se ponía en el ojo del huracán de las comadres, y más en un pueblo, donde las habladurías corren como agua en río de montaña y, a falta de otros temas, configuraban el repertorio de los chismes que hoy nos ofrecen tan desvergonzadamente ciertos programas de televisión.  Entonces, un noviazgo tradicional suponía pasear juntos, tomar chocolate con bollos, quizá una copita de anís con rosquillas y alguna conversación a través de la ventana baja, con reja, por supuesto, después del atardecer.  Hacer otras cosas significaba ser la comidilla en esos círculos inquisidores.  Ser novios ‘como Dios manda’ tampoco significaba librarse de entrar en esas conversaciones, pero era más fácil encontrar defensoras que no permitieran contar mentiras, como se hacía con los ‘descastados’ para darle más ambiente a las tertulias.

Mis abuelos, ambos hijos de familias con posibles, que se decía entonces, es decir, con capacidad económica para evitar que los niños trabajaran antes de la edad correspondiente, pudieron estudiar hasta los catorce años, algo raro en esa época, y tuvieron una maestra que les enseñó a amar la poesía.

Mi abuela creía en la alquimia del amor —de ahí esa posible denominación de alquimista que he nombrado—, y además defendía que los mejores embrujos para enamorados podrían hacerse con poemas, ya fueran propios o ajenos. 

Se casaron con veintisiete años ambos.  Y disfrutaron de su luna de miel nada más terminar el convite de la boda.  Tenían reservado el hotel en Ansó, al Norte de Huesca esquina con Navarra, pero realizaron en el camino unas paradas algo especiales, sobre todo la del Monasterio de San Juan de la Peña.  Esta joya románica se alza cerca del Pirineo oriental aragonés.  Existen investigaciones que asignan a ese lugar cierto poder telúrico, como de conexión con otros mundos, un agujero de gusano.

De lo que he podido recordar de las historias que contaba mi abuela y lo que he sonsacado a mi madre, muy poco porque no le gusta hablar de estos temas, puedo escribir un relato de lo que ocurrió y que te deja con el gran estupor que he anticipado.

El vehículo del viaje fue un Seat 600-D, nuevecito, de las primeras unidades de ese modelo, regalo de mi bisabuelo Andrés a su hijo José.  El viaje se desarrolló en varias etapas.  Pero la primera parada ya empezó en Zuera, bajo el arco de la Mora.

Continuaron por una carretera poco habitual que transcurre algo más al Este que la nacional y que va a encontrarse en Ayerbe con una de las dos que unen a Jaca con Huesca.  Cerca de allí se produjo la siguiente parada, a las puertas de otra joya románica, el castillo de Loarre.  

Siguiendo esa ruta hacia la Peña Oroel, antes de llegar al puerto de Santa Bárbara, se alzan majestuosos los mallos, enormes rocas de gran altura, de Riglos.  Desviándose hacia su cumbre, existe una pequeña llanura desde donde se aprecia un paisaje extraordinario.  Allí fijaron la siguiente etapa del viaje.

Y con esas vistas, uno al otro se leyeron estos poemas, que mi madre finalmente accedió a darme, tras un interrogatorio bastante profundo en el que investigó sobre lo que sabía de mis abuelos:

 

Amor de trigo y mies, compañero en la ascensión,

te entrego sin apego mis caricias de luz y espigas,

vibro desde mi entraña sagrada hasta tu corazón enardecido

para prender la lumbre del hogar que ahora creamos.

Somos seres en el camino que la nada crea para nosotros

con el aura brillante del poder que nos otorga el cielo.

 

Alma serena que nunca duda en el sendero luminoso,

tengas como tuyo el aliento que ofrezco al Universo

para mirar ahora mismo lo que el futuro y el presente

son capaces de crear en este mismo punto de la Tierra,

donde el sol venturoso y la luna quieta ya no son distintos

porque brillan al unísono como nuestros cuerpos en la luz.

 

Ya has leído dos paradas en edificios laicos.  Esta última ocurrió entre enormidades naturales que elevan la consciencia del momento.  De ahí, pletóricos de pureza, se acercaron al agua del pantano de Santa María de la Peña, a su largo túnel, al puente colgante. Y repitieron el ritual, largo rato de meditación y cánticos de mantras, pegaditos a la orilla.

Según esa ruta, llegarían al monasterio por la sinuosa carretera que discurre entre árboles perennes que dotan de frescor y sonrisa al camino, quizá ya al caer de la noche —se casaron en diciembre, el 15—.  Hacía frío, me contó.  Se las arreglaron para entrar al edificio, vacío y solitario.  Iban a pasar ahí la noche, al mejor modo de los aspirantes a caballeros que velan las armas. 

Luna llena radiante.

En el claustro, en diagonal a la capilla, bajo un capitel con figuras diluidas, pronunciaron abrazados estos versos:

 

La luna como testigo mira en nosotros

la esencia humana y la esencia divina

para vivir en tu luz. ¡Sea el amor consagrado!

 

Repitieron tres veces a modo de conjuro. Después, en el silencio que sonaba a música, mi abuela se elevó hacia el cielo iluminado.  No es metáfora.

Despertaron al amanecer junto al tabernáculo del Santo Grial.

Me dice mi madre que mis abuelos santificaron el amor.

Me dice mi madre que el cuerpo de mi abuela Dora no está en el ataúd, nadie sabe cómo desapareció. 

 

Incluido en el libro colectivo Trobada, Imperium Ediciones, 2020

Sostenibilidad y propósito personal (recompensas)

Sostenibilidad y propósito personal (recompensas)

De una manera u otra somos partes de una sola mente que todo lo abarca, un único gran ser humano.

 

-Carl Jung en “El problema espiritual del hombre moderno”

Acabo de volver de un largo viaje de doce años por lugares alejados de estos foros y, después de sanear mi bandeja de entrada, me encuentro con cientos de correos electrónicos que quieren hablarme de las tendencias del futuro en la gestión de las personas (perdón que utilice este término aunque todavía sea mayoritario el uso ‘recursos humanos’, expresión que cuando me fui parecía estar a punto de ser erradicada como un veneno recién descubierto)

He ido constatando, no sin sorpresa -optimista que es uno-, que los tiempos nos superan y estamos en el día de la marmota, repitiendo por enésima vez que es necesario implantar técnicas de atracción, retención y gestión del talento, eso sí, trufadas de vestimenta tecnológica de ‘alta fidelidad’ y rebosando anglicanismos como signo palmario (o egoico) de la mayor modernidad frente a quien castellaniza.  Permítame evidenciarlos con algunos ejemplos, sin ánimo de ser exhaustivo, de los que apenas conozco su significado: organizational network analysis, employment branding, design thinking, el employee journey maps, performance management, team-centric, millennials, baby boomers, employee experience, onboarding, burnout, teambuilding, chief happiness officer, chief people officer, agile, home-office, engagement...

Pregunto retóricamente: ¿en qué hemos progresado?  Nos habíamos quedado (hace doce años) en que las empresas ya no trataban a las personas como recurso sino como un ser emocional y con sentido del compromiso que elegía el modo y la organización donde invertir su capital humano;  a partir de su elección, el destinatario (la empresa) cuidaba ese valor como el de un accionista de referencia que ha elegido ese proyecto para confiar sus fondos.

Leo y oigo conceptos o tendencias o herramientas como: aprendizaje y desarrollo continuo, negociación, pensamiento sistémico, trabajo en equipo, innovación y mejora, gestión de la diversidad, conciliación, planes de carrera, retribución flexible, inteligencia artificial, digitalización, cultura organizacional, clima laboral, atraer, retener, gestionar y desarrollar el talento, fidelización y compromiso, gestión del cambio....  ¿Hay novedades? ¿Avanzamos? 

Como no pretendo ser rígido ni agorero, nombraré dos términos que he encontrado también en los enlaces a la red de mis correos y que no incluyo en la categoría anterior: sostenibilidad y propósito personal. Más adelante explicaré por qué los destaco. 

Por los lugares donde me he movido estos años, suenan ecos de un cambio sereno que se impone sin temor, lento pero inexorable, dejando una huella silenciosa, frente al erguido y antiguo paradigma del poder.  Ese cambio me transmite alegría serena. 

Avanza el feminismo sin pausa.  Femeninos son la mayoría de esos mimbres para la serenidad y que se plasman esencialmente en dos comportamientos que lo masculino entiende con dificultad: la compasión, entendida como cuidado, y la colaboración.  Ambas se contraponen a la competición, al ganar, al desafío, a la rivalidad, a la lucha, a la guerra. 

Hoy y ahora, los mimbres me dicen que quien quiera moverse en las luchas contra los subordinados exigiendo larga dedicación, racaneando los réditos, extendiendo paternalismo, anclado en la antigua energía que resiste como el canto del cisne, está abocado al fracaso y a una lenta desaparición al modo de la rana hervida. 

Vienen otros vientos, otros campos, otros abonos, miradas a la filosofía oriental que individualiza desde la despersonalización para que, desde adentro, ya sea cuerpo, mente o espíritu, lleguemos en cada camino a ese UNO universal que nos dará la plenitud.  Se trata de regresar a la espiritualidad. Y no es necesaria la fe, sino la intuición. 

Los ‘señores trabajadores’ de López de Arriortúa, repletos del Capital Humano de Peter Drucker, convertidos en Champions por Dave Ulrich, son seres humanos que caminan con sus emociones para alcanzar los resultados que sus empleadores les pn.  Escuché a una jefa de recursos humanos decir que ella no estaba ahí para gestionar emociones.  ¡Cuántos pasos atrás hay que dar para encontrar el modelo que aplicaba en su función!  Si no queremos entender que las emociones nos llevan a los comportamientos a través de las creencias, difícilmente conseguiremos crear un cauce de voluntades para que los objetivos se cumplan, es decir, difícilmente las personas de nuestra organización mantendrán un crecimiento sostenido que proporcione aumento de valor (incluye beneficios). 

Cuando sabemos apreciar las emociones, estamos creando una escalera espiritual para hacer crecer el mundo, la Tierra, nuestros semejantes, que somos nosotros.  Desde la función que aún mayoritariamente se llama ‘de recursos humanos’ deberíamos retornar la mirada a la gestión de las emociones para caminar hacia la espiritualidad, entendida como esa comprensión de que todos somos uno y que se trata de no separar, de fundir y avanzar juntos, despojándola de vestidos religiosos e incluso filosóficos, tratándola como la trascendencia de un sentido natural, innato.  Un plan para cuidar el valor humano que nos prestan supone aumentarlo de valor como quien hace subir el precio de la acción en la Bolsa, dotando de futuro a un proyecto.  No hay nada más eficiente que conseguir la mayor productividad de la inversión realizada, y para la aportación de las personas no hay látigo ni amenaza ni estipendio que lo mantenga. 

No deberíamos flirtear con la manipulación psicológica que nos facilita una recompensa fácil y superficial, que no se dirige a la esencia de las personas, sino a la provisión de necesidades básicas que, tal como se cubren, sólo buscan volver a esperar que el agasajo se extienda a modo de la más disfrazada limosna.  Convengamos que quien recompensa al alma obtiene valor de futuro. 

Hace casi veinte años, Richard Barrett publicó el libro Liberando el alma de las empresas, donde demostraba, por medio de su experiencia y con una mirada diferente a resultados de encuestas en empresas, que quienes habían elevado el objetivo empresarial a términos espirituales (sic) habían hasta quintuplicado su valor en bolsa, en relación a otras empresas, a lo largo de al menos cincuenta años.  Sirva esto como demostración empírica (casi científica) de los postulados que incluyo en estos párrafos. 

Volvamos a aquellos dos términos que antes he nombrado como diferentes a los anglicismos: sostenibilidad y propósito personal. 

Un buen número de autores reconocidos está utilizando el concepto de propósito personal para entender y dar sentido a la existencia del ser humano.  Tal como en los principios de la planificación estratégica de fin de siglo la Misión se convertía en una herramienta obligada para la gestión empresarial, extenderla hasta las personas como una aplicación privativa, se está convirtiendo en esa semilla que va complementando a herramientas de ayuda que también surgieron en esa época, como el coaching (siento profundamente que no hayamos encontrado una traducción al castellano) y la mentoría, por ejemplo.  Visualizar que nos movemos por cumplir un propósito personal, buscarlo y encontrar los cauces para vivirlo, enlaza con los postulados clásicos de la psicosociología del trabajo cuando nos enseñó la autorrealización con nuestra actividad laboral. 

También existen adjetivos que desde esas filosofías orientales o sus interpretaciones nos llegan al ideario y se están aplicando a las organizaciones. Y vuelvo a destacar dos de ellos que están empezando a acompañar a los sustantivos ‘empresa’ o ‘líder’: compasivo y consciente. 

Finalizo sin olvidarme del otro término del que he prometido hablar: Sostenibilidad.  Quiero unirlo al de Responsabilidad Social Corporativa (RSC), que también está de moda y no está en inglés (oh, maravilla).  Son dos conceptos casi unívocos, y en ambos se incluye un objetivo social donde se integran las relaciones internas con las personas que componen la plantilla de la organización, aspecto que normalmente queda poco visible porque en principio el entorno ambiental y el ético son los que se llevan el foco.  Pero, en esos principios generalmente aceptados como buenas prácticas de RSC, dentro del desarrollo sostenible (o sustentable en Latinoamérica,) se incluyen comportamientos para velar por el cuidado de las personas, oportunidad clara de que nos basemos ahí para el cambio que propongo. 

Y como corolario, ahí va otra propuesta ‘inocente’.  Si asumimos, tal como se afirma en todas las Juntas de Accionistas, que las personas de nuestra organización son el principal activo de la empresa, ¿por qué no auditamos, con el mismo rigor que a los otros sistemas de gestión, la aplicación de buenas prácticas de atracción, selección, retención y desarrollo del talento de esas personas?  Y por supuesto, exigiendo de los auditados que realicen su plan de acciones correctivas cuando nos indiquen ‘no conformidades’. 

No hay nada que le interese más a la sociedad que el bienestar de sus componentes.  Y las organizaciones compuestas por personas a quienes se le pide la obtención de unos resultados pertenecen a la sociedad.  Ergo, a dichas organizaciones les interesa con prioridad el bienestar de sus integrantes.  Aquí convendría incluir qué se entiende por bienestar.  Entonces, es donde propongo que trabajemos juntos en conseguir personas estables, serenas, que saben lo que persiguen (propósito personal) y que aboguen por un entorno sostenible.  Correrá de quien lidere esas organizaciones proveer los medios para conseguirlo.

Informe para una academia (teatro) - F. Kafka y J. Arnas

Informe para una academia (teatro) - F. Kafka y J. Arnas

Javier Arnas es un enamorado, quizá adicto, del teatro. Actor, director y profesor, formado en varias escuelas europeas y orientales, decidió entrar al escenario con todas esas facetas en acción (añadiendo las de productor, escenógrafo y adaptador de texto), para ofrecernos un ‘completo’ de teatro con una gran obra literaria, Informe para una academia, de Franz Kafka, relato muy representativo del mundo de este autor, que tanto utilizó la fábula para mostrar las miserias del ser humano.
En esta ocasión, Arnas se acerca al universo kafkiano vestido de mono humanizado para dar fe de su evolución frente a un auditorio que se convierte por casi una hora en un elenco académico... no se sabe muy bien de qué disciplina.
Metido en el cuerpo del actor, y nunca mejor expresado, el simio nos lanza su discurso desde un escenario que se queda pequeño para un deambular escénico que llena, y no sólo de presencia, las tablas. Desde el estrado que se nos ha concedido como privilegio a los espectadores, escucharemos los halagos, diatribas, aventuras y reflexiones de un ser viviente que nos arroja metáforas envenenadas, en una alegoría a cada momento más consistente, para removernos las entrañas mientras nos agarramos a los brazos de la butaca.
Espléndido texto, repleto de matices para diferentes interpretaciones, que se mantiene vigente y que podríamos adaptar a nuestra época para ilustrar, quizá, esa expresión tan de moda ‘inmunidad de rebaño’.
Pero no se trata de descubrir a Kafka ni de lucubrar sobre cuál es la interpretación más acertada de su alegoría. Descubramos qué hay, quién hay debajo de Pedro, el Rojo, nombre y apodo aplicado a un ancestro de nuestra rama evolutiva que, desempeñando ya su trabajo como fiera de circo en oficio aceptado como digno, es obligado a relatar su experiencia, probablemente con la amenaza de que de no hacerlo sufra condena o castigo.
Bajo ese personaje simiesco, nos asomará un hombre que se transforma con pasión actoral en una mimesis humana para estremecernos. Y lo consigue con recursos dramáticos, antes de movimiento, gestuales, de silencios, tonos y timbres, que de contenido textual, el cual usa de principio a fin para lanzarnos su presencia. Arnas es Pedro, el Rojo, durante esa hora que detiene el tiempo. ¿O quizá Pedro es Javier? Convengamos que en el escenario sí, al menos ahora, porque estoy seguro de que, para llegar a esa atracción que nos conmueve, lo tiene que ser de alguna medida en su alma, tras las inevitables horas y horas de creación, ensayo e interpretación.
Como Javier Arnas nos cuenta en su amable diálogo al final de la función, es especialista en biomecánica y cuasi atleta, calificaciones absolutamente imprescindibles para ese desempeño y que demuestra sin paliativos en un ejercicio de simpleza y austeridad que facilita la conexión pretendida con el menú de emociones ineludible, porque surgen como bocanadas desde el aura de ese mono, mientras se nos hace pedante, antipático, simpático, alegre, tierno y gracioso, gracias al trabajo actoral —hago loa inmensa al vestuario y maquillaje—. Y así nos movemos por un mapa emocional que, tras apagarse una pantalla al fondo del escenario acabando de recordarnos uno de los finales más impactantes del cine, nos mantiene por varios segundos encogido el corazón, hasta que decidimos emular a nuestra compañía de butaca y nos ponemos a aplaudir, aplaudir, aplaudir...
Ficha artístico-técnica de la obra:
PEDRO EL ROJO: Javier Arnas
VOZ EN OFF: Manuel Alcaine
ESPACIO ESCÉNICO: Javier Arnas
REALIZACIÓN DE ESCENOGRAFÍA: Ramón Fernández
DISEÑO DE ILUMINACIÓN Y AUDIOVISUALES: José Castelltort
ESPACIO SONORO: Carlos Estella
ARREGLO MUSICAL: Oscar Carreras
CARACTERIZACIÓN COMPLETA : Paco Martínez, Ángel Laín y Cristina Morales
FABRICANTE DE POSTCERÍA: Harpo
ASESORA DE VESTUARIO: Ana Benedicto
DISEÑO GRÁFICO: Antonio Saz
DOSSIER: Jesús Javier “Jota” Pueyo
FOTOGRAFÍA CARTEL Y PROGRAMA: Estudio Mi6 Photo.com ( Guillermo Arroyo y José Orusco )
FOTOGRAFÍA DEL ESPECTÁCULO: Julio Marín, Ramón Fernández y Eduardo Valdés
PRODUCCIÓN: Javier Arnas y Ramón Fernández
ASISTENTE DE ESCENA: Natalia Artajona
AYUDANTE DE DIRECCIÓN: Ramón Fernández
DIRECCIÓN: Javier Arnas

...cuando pierdes el miedo

...cuando pierdes el miedo

Mis padres nunca habían disfrutado de unas vaca­ciones largas.  En ese verano de 1978, con los últimos coletazos de la institución franquista de Educación y Descanso, mi madre consiguió unas plazas en un hotel de Lloret de Mar para toda la familia durante dos se­manas. 

En septiembre de ese año, se estrenaría en España la película “Grease”, con John Travolta y Olivia Newton John, que se convirtió en emblema de nuestra genera­ción y  a mí me evocó el amor de aquel verano, De­nisse.

En los aledaños de la piscina, nos fuimos cono­ciendo  quienes íbamos a compartir aquellas dos semanas, unos chavales que planeamos algunos diverti­mentos sin el control de los padres y en horarios noc­turnos.

Las leyes tácitas de mi pandilla en Zaragoza, y que por lealtad también quise cumplir allende sus fronte­ras, observa­ban que sus miembros debían dedicarse a la seducción femenina con alta diligencia, consi­guiendo el mérito en fun­ción del número de conquis­tas y del nivel de exploración obtenido en ese territo­rio ajeno.  Pero no me atraía ninguna de las chicas del hotel y ellas no mostraban especial inclina­ción a de­jarse seducir. 

En la segunda noche, unos diez o doce jovenzanos nos dirigimos a una de las discotecas incluidas en la planificación.  Mis compañeros y yo coincidíamos poco en intención de ligoteos, así que me dispuse a observar la situación en solita­rio desde una esquina discreta de la barra.   

Llegó una pareja mayor, de unos treinta años.  Algo más atrás, apareció una muchacha morena, de fino perfil y melena larga, que les seguía callada y seria, como si no quisiera molestar a quienes acompa­ñaba.

La discoteca comenzó a llenarse en poco tiempo.  Pasé bastante rato sentado en la silla alta de la barra, observando como cazador templado.  La pareja con­versaba animada; la chica morena, grave y silenciosa, se había apartado ligera­mente y, con las piernas cru­zadas —llevaba un pantalón muy corto que dejaba al descubierto una piel bronceada— y un vaso largo en las manos, espalda estirada, el cabello sobre los hombros, miraba al frente entornando los ojos para per­derse en sus mundos interiores.  La veía de costado.

Pasó más de una hora hasta que apagaron las lu­ces blancas, desconectaron los focos intermitentes, encendieron los fluorescentes de neón morado y cam­biaron el ritmo de la música para incitar al baile de con­tacto.

Ellos salieron a la pista.  Ella se quedó sola, en igual postura.  Declinó varias peticiones para bailar.  Seguí fijado en su perfil.

Al cabo de unos minutos, me acerqué hasta su sofá.  En esos pasos, medité en cómo pedirle que sa­liera a bailar con­migo… y no acertaba a encontrar pa­labras para formar una frase original que pudiera atra­erla.  Me senté cerca de ella.  Sólo dije:

—¡Hola!

—Salut.

—Est-tu française? —le pregunté con mi manejo idiomático pretendidamente correctísimo.

—No, malagueña —me desarboló con otra media sonrisa apartando la mirada de mi rostro para devol­verla a la pista.

No hubo baile y sí una larga charla, donde ella, con una voz cadenciosa, un tono melódico y envolvente, sin deje alguno, habló de sí misma mientras me iba que­dando pren­dado de sus muslos, de su escote, de sus ojos profundos y tristes, de sus labios…

Su padre se llamaba Ramón, emigrante desde hacía veinte años en Suiza, en la Romandía, su parte francófona, adonde también se llevó su familia: mujer, una hija y otra que nació allí, Denisse, ella.  Provenían de un pueblecito mala­gueño del interior. 

Y qué pechos tan preciosos adivinaba.

Era el primer verano de sus vacaciones que pasaba fuera de tierras andaluzas.  Aquella pareja eran su hermana y su cuñado, bajo cuya tutela había llegado a la Costa Brava por primera vez separada de su padre.  Su padre.

Cuando sus hermanos regresaron al sofá, me sa­ludaron cómplices y se apartaron a un costado.  Por instantes, noté que Denisse quiso que estuvieran más cerca de ella, y no por miedo hacia mí.  Nos despedi­mos sin citarnos expresamente para otro día, después de varias horas de charla. 

Aquel verano cobró hechizo desde ese mismo ins­tante en que la perdí de vista mientras subía por las escaleras hacia la salida. Denisse y yo, citados en la discoteca cada noche, apurábamos las horas hasta el amanecer. 

Los amores de verano se anclan en el recuerdo con bon­dad.  Denisse llenó mis noches durante algu­nos meses inme­diatos y en varias madrugadas a lo le­jos; en la inmediatez porque unir amor y dolor es una experiencia más intensa en los inicios de la juventud, tan ingenua; y en la lejanía porque su historia personal pasó a convertirse en un relato menos esporádico de lo deseado… y aún lloro al recordarlo.

En una de las noches, decidimos aventurarnos en la playa toda la pandilla del hotel con un muchacho recién lle­gado, tímido, de mirada inquietante, para vivir una sesión extraña alrededor de una hoguera como centro de un ritual casi mágico. 

Nos colocamos en círculo sentados sobre la arena con las piernas cruzadas a modo de posición medita­tiva.  Recita­mos varios mantras en voz alta. El rumor de las olas se mez­claba con el aroma de la madera quemada, con el crepitar del fuego y con las caricias de una brisa dulce.

—Tu cuerpo es ligero ahora.  Respira, respira, res­pira.  Aleja los pensamientos y escucha el entorno, que tu mente se calme y se aparte.

Carlos, el maestro de ceremonias, después de unos ins­tantes en silencio, nos dirigió en un viaje al interior en busca de algún tesoro perdido.

—Entra en ti y permanece.  Es tu esencia, tu ser.  Consúltale y te hablará, te enseñará a eliminar el sufri­miento y a superar el dolor.

Se levantó.  Caminó por fuera del círculo dete­niéndose unos segundos junto a cada uno de nosotros.  Cuando se colocó tras de mí, sentí algo extraño en la espalda.  Después del rodeo completo, entró en el círculo y realizó el mismo re­corrido, ahora arrodillán­dose y tomando las manos de quien le quedaba en­frente.  Denisse y yo quedábamos los últimos y espe­ramos pacientes.

En ese momento del tacto, recibí un sentimiento de negrura, fuerte y duro, que se convertía en gris, blanco y luz total hasta que solté sus manos.

—Trabajarás y vencerás —me dijo Carlos al oído.

Pasó a colocarse enfrente de Denisse.  La miró fi­jamente más tiempo que a los demás, sonrió y le pasó las manos cerca del cabello sin tocarlo.  Susurraba al­gunas palabras, o cantos, o sonidos que no distinguía desde mi posición.  Colocó sus palmas bajo las palmas de ella. 

Denisse comenzó a llorar.  Carlos mantuvo su pos­tura y su oración.  Pasaron varios minutos en los que el susurro de Carlos se llenaba con sonidos de mar y viento, brisa de mis­terio y dolor, que parecía repetir quejidos del alma… El rostro de Denisse se fue ajando, apretaba los párpados, gesticulaba llena de angustia mientras le nacían lágrimas que llegaban hasta la comisura de su boca.  En eternos instantes, su cuerpo comenzó a moverse en esos cortos latigazos de quien no puede soportar la congoja.  Lloró más amargo… y se derrumbó.

Denisse dobló su cuerpo y cayó sobre un costado hasta quedar en posición fetal.  Llena de convulsiones por su sollozo angustioso, nos transmitía el padeci­miento desde la entraña.  Nadie nos habíamos movido, a pesar de varios amagos para acercarnos a ella.  Carlos permanecía imperté­rrito en su postura, quizá más concentrado en su plegaria. La luna se ocultó tras una nube.

Al fin, Carlos abrió los ojos.  Nos miró uno a uno y de­tuvo su atención en mí.

—Abrázala.  Tú puedes consolarla.

Y a los demás…

—Vámonos.  Ella debe vivirlo así.

En silencio, con los rostros encogidos, los brazos cruza­dos bajo el pecho apretando para soportar esa amargura ajena, se fueron levantando en silencio y me quedé solo con Denisse en un inmenso mar de compa­sión.

Me senté junto a ella y dudé si abrazarla.  Le acari­cié el cabello, luego su rostro.  Seguía temblando con los ojos cerrados.  Pasé un tiempo desconcertado, podían haber sido segundos u horas, mientras su dolor se iba incrustando en mi pecho.  Desmarañó su posi­ción y se irguió levemente:

—Protégeme —suplicó mientras se acercaba a mi regazo.

Se recostó sobre mis muslos —yo estaba de rodi­llas, sentado sobre mis talones—, rodeando mi torso con sus manos.  Sentía su cuerpo sobre mí, su respira­ción, sus lati­dos, sus jadeos.  Apoyó su cara de lado y su melena caía hasta el suelo.

—No sé qué siento —me confesó varios minutos después.

—Háblame —le rogué.

Su temblor iba cediendo y aparentaba menos per­turba­ción.  Me besaba en los brazos.

Se separó de mí para colocarse de frente, sentada, con las piernas cruzadas.  Colocó sus manos en las ro­dillas y detrás de ella, a lo lejos, se encendió un foco que oscureció su imagen y le dio un perfil de Shiva.  Le quise ver una tímida sonrisa:

—Colócate así como yo, por favor.

Obedecí su ruego y vino hacia mí dándose la vuelta para sentarse en el hueco que dejaban mis pier­nas.  Era menuda.  Recostó su cabeza sobre mi hombro y recibí el aroma de su cabello.

—Dame calor… calor.

La rodeé con mis brazos sobre sus brazos, que se cruza­ban en su cintura.  Atraje su cuerpo hacia mí.

—No sé lo que siento… Es frustración… humilla­ción… asco… vacío interior… me duele, me hiere como el hielo y me siento sucia.

—¿Qué te ha ocurrido con Carlos?

Sus manos sujetaron su vientre con más fuerza.

—El dolor como castigo, o como prueba…

Mantenía la voz melódica, apenas podía percibirse duda o temor, hablaba para sí.

—Quería ver y era imposible, todo oscuridad, muy oscuro, cerrado.  Primero he sentido vacío, soledad, estaba muy sola en una habitación, creo que era una habitación, y me resul­taba familiar.  ¡Qué angustia!  Algo iba a pasar, algo inevitable y lleno de dolor. Y yo sabía lo que era, lo estaba esperando con miedo.

Poco a poco, quebraba las palabras.

—Me pareció que algo, o alguien, me tocaba, me invadía… sin poder rechazarlo, sin poder controlarlo, quizá manos, piel, cabello, mi cuerpo aprisionado, ocupado…  fue largo, muy largo, y me quería escapar, me salía de mi cuerpo, pero seguía sintiendo un domi­nio que por obligación tenía que aceptar… y creía verlo desde fuera de mí, como siendo otra persona, no estaba muerta, mi cuerpo se movía, pero mi alma se había deshecho de la prisión corporal…

Apretaba más y más sus brazos y se pegaba más a mí, buscando protección.  Se enfriaba de nuevo su piel.  Se encogía.

—Alguien, una presencia, otra que no era la que me tocaba, me pedía que regresara al cuerpo, que no debía estar fuera… era necesario vivir el dolor… nece­sario.

Volvió a llorar amargamente, en silencio, con un desgarro que me transmitía con cada movimiento suyo adelante y atrás, como si fuera un péndulo buscando el equilibrio.  A veces, giraba su rostro y me besaba en el cuello.

La oscilación iba siendo más queda; los hipidos, más separados; la presión, más suave… regresaba el calor a su piel.

—En algunas noches, sobre todo las de invierno, las más frías y oscuras, me he sentido igual, con la an­gustia hacién­dome daño.

Habló ahora más calmada, sabiendo lo que decía en cada frase, deseando soltar un lastre que había sido remo­vido por las visiones con Carlos.

—Destrozaba las almohadas, las mojaba con lágri­mas, saliva y desconsuelo.  Quería fundirme con las sábanas, con el colchón, con cualquier cosa que pu­diera compartir algo mío para desaparecer y no volver nunca más.  Estaba sola, per­dida en el mundo oscuro que hoy he vuelto a sufrir.  Pero, ¿sabes?... algo me querían decir a través de las manos de Carlos, un men­saje de misión, de prueba o liberación, o de todo esto a la vez.  Siento una reparación de mi alma, ali­vio…. No sé lo que es.

Fue tomando volumen con cada frase, regresó a su cuerpo de mujer.  Se acurrucó más en mí, ahora con deseo de tacto igual a igual, intercambio de vida o energía.  Entendí que estaba llenándome de agradeci­miento, ya era la Denisse de antes.  

Giró su rostro para mirarme desde mi pecho.  En­trecerró los párpados, sus pestañas se cruzaban frente a sus pupilas.  Llevó mis manos al nacimiento de sus pechos y alargó el cue­llo para alcanzar mis labios con los suyos, tacto que saboreé con mis ojos cerrados en un ejercicio de liberación convertido en deseo.  Largo beso.

Bajé mi mano a su ombligo, a su pubis…

—No, por favor.

En un instante, volvió a mi piel la sensación de su piel fría, encogió su cuerpo contra el mío para tomar impulso y salir de mi abrazo con un gemido rasgado.

A las diez de la noche siguiente, había quedado en llamar a Julián, miembro destacado de mi pandilla, para comentar las proezas logradas en mi verano de seductor.

—¿A que has dejado bien alto el pabellón de Mon­temolín?

—Como no podía ser de otra manera —le contesté algo fingido.

—Cuenta, cuenta.  ¿Han sido suecas o francesas?

—De ninguna de las dos, pero variadas.  Una holandesa que se llama Karen, y otra alemana… que me pareció enten­der que se llamaba Helen o Marlene, yo qué sé.

—¡Qué cabrón!  Dices ‘me pareció entender’…  ¿qué pasa, que sólo gritaba?

—Impresionante la chavala, oye, todo un portento, y no se privaba de nada.

—¿De nada?  ¿No me digas que tuviste de todo?  ¿Te la follaste?

—Tres veces.

—¡Y una mierda!

—Tres, tres…  Con la holandesa cayeron dos, pero hoy vuelvo a quedar con ella.

—Joder, qué envidia, macho.  Cuando vuelvas, tie­nes que contárnoslo de pe a pa.

—Por supuesto que sí.  Os quedaréis con la boca abierta.

Nada más colgar —había llamado desde una cabina cer­cana al hotel—, sin esperar a mis compañeros, salí como una bala para encontrarme con Denisse. 

—¿Has dormido bien? —me preguntó.

—Cuatro horas en la playa, tres en la siesta.

—Yo no he podido dormir… y aún me parece que sigo soñando…  Si te parece, hoy no entramos y nos vamos a pasear por el pueblo, ¿quieres?

Asentí cogiéndole la mano y saliendo a la acera con ella.

Caminamos en silencio por largo tiempo, dos, tres horas… mirándonos de vez en cuando, sonriendo o cabiz­bajos, deseosos o distantes, simpáticos o tacitur­nos, obser­vando luces, escaparates, individuos, autos, motos, parejas…  Dejamos atrás el paseo y continua­mos por los caminos sobre los acantilados que rodean las calas, casi sin luces, con soni­dos lejanos de cancio­nes y una luna burlona que nos ampa­raba.

—Tengo que contarte algo.  Es necesario —habló Denisse.

Preferí esperar en silencio a su revelación.

Seguimos caminando unos metros más con su cuerpo más pegado al mío.

—Ven, siéntate aquí.

A nuestra izquierda se alzaba una roca baja sobre la que me senté.  Detrás, algunos arbustos delimitaban el comienzo de un bosque de pinos altos.  Repetimos postura de la noche anterior, ella de espaldas a mí, ahora más alzada, recostada sobre mi pecho, mis bra­zos rodeando su torso.

Comenzó a hablar pausadamente, dirigiéndose hacia el infinito, con su armonía delicada, que ahora sonaba a vibración de viola.

—No recuerdo la primera vez. Supongo que habría más antes, no sé.  Su voz recia, sus manos callosas, las veo ahora, cada uno de sus dedos, las uñas, las cicatri­ces.  En su mano derecha, la falange superior del dedo corazón tiene tres pliegues muy profundos… en las otras hay más, cuatro muy marcadas y una quinta más fina, y podría decirte la cantidad de cada uno, cuatro en el meñique izquierdo… y pelos negros en el dorso de los dedos, en el dorso de la mano.  Al otro lado de cada nudillo, bajo cada dedo, en la mano derecha tiene cuatro callos grandes y uno más pequeño.  Según la época del año, están más abiertos o más cerrados… creo que depende de que sea tiempo de descarga en la fábrica, cuando llega el material y le toca hacer de peón.

Miraba sus manos, la palma y el dorso, abría y ce­rraba los dedos, los doblaba sin llegar a hacer puño, se las tocaba por un lado y otro.

—Podía ocurrir a cualquier hora porque trabaja a turnos.   Normalmente, se me acercaba cuando no había nadie más en casa o dormían, aunque también nos bajábamos al garaje.  Recuerdo los sonidos de sus movimientos, los pasos, el roce de su camisa, su respi­ración a distintos ritmos, nunca lo miraba a la cara, me daba vergüenza y agachaba la vista, a veces la cabeza, y casi siempre con ternura, o así quería entenderlo yo, sobre todo al principio, me acariciaba el cabe­llo, me lo desenredaba.

Hacía pausas, tragaba saliva… miraba al frente, al mar, a la luna, suspiraba y apretaba mis manos, espe­cialmente cuando empezó a contarme esto:

—A lo largo de los años fue cambiando sus cos­tumbres conmigo.  Al principio, era rutinario, me qui­taba algo de ropa y hacía movimientos que no quería que yo viera. Me rozaba un poco, sonreía.  Eso pasaba en mi dormitorio, se sentaba en mi cama, cuando des­pués de cenar me llevaba a la habita­ción, antes de que viniera mi hermana, que, al ser mayor, se acostaba más tarde.  Me tocaba con una mano por encima de la ropa interior, luego ya por debajo…

Cerró las piernas en un gesto reflejo.  De inme­diato, las separó y relajó los músculos.  Siguió hablando serena.

—En algunas temporadas venía más seguido, aun­que nunca fue muy continuado, incluso pudo pasar más de un mes sin que viniera a mi cuarto.  Me decía que era un secreto que no teníamos que contar a nadie, que era un juego nuevo, jugar a tocarnos… y entonces me pidió que le tocara.  Había cumplido los diez años… Me pidió que le tocara.  En las pri­meras veces, sacaba él su miembro, después me pedía que se lo sacara yo, bajando solamente la cremallera, no se des­nudó nunca, y me acompañaba la mano en su mo­vimiento.  Nada más terminar, se tapaba enseguida y se iba sin despe­dirse, apagaba la luz y cerraba la puerta del dormitorio.  Al cumplir los doce, más o menos, em­pecé a enterarme de lo que me estaba haciendo y tuve un miedo atroz, me sentía atrapada, porque era siem­pre muy cariñoso conmigo, me trataba como un buen padre, hablábamos de nuestras cosas delante de todos o en privado, pero sin sacar este tema, por supuesto, que ocurría sin palabras, sólo con actos, con tac­tos, con manoseos cada vez más internos, más invasivos, con más instinto animal.

Calló durante un largo rato para relajarse de nuevo.

—Me comenzó a llevar al garaje, en algunas oca­siones a una cueva cerca de casa, vivíamos algo a las afueras, una cueva en un bosque cuya entrada tapaba con ramas cuando entrábamos.  Ahí me pedía que me desnudara toda y que me mostrara delante de él.  En­cendía una linterna y llevaba el foco por todo mi cuerpo… después se levantaba y venía hacia mí para abrazarme por detrás… y me tocaba los pechos, el vientre, el pubis.

Se arqueó muy tensa… y llevó sus manos a los pe­chos, al vientre, al pubis.  Mientras ella se acariciaba, iba soltando la tensión… Devolvió sus manos a mis manos.

Siguió contándome lentamente, con detalle, lo que su padre le siguió obligando a hacer, más duro, más perverso…

—Hace tres meses que vivo con mi hermana.  Ella no sabe nada de lo que te cuento, pero lo intuye, lo veo en sus ojos.  Un día me marché, diciéndole a mi madre que necesi­taba estudiar diseño, una carrera que no existe en nuestra ciudad y sí en Grenoble, donde vive Malena con su marido desde que se casaron.  Dije que era necesario que estudiara el bachiller en deter­minado instituto para poder acceder más fácil.  Lo hablé un día en la cena.  Los dos callaron y asintie­ron.  Mi hermana me recibió sin pedirme explicaciones.  Creo que su marido también lo sabe, hoy lo sabes tú.

Sujetó fuerte sus manos a las mías.

—Hace tres meses, entró en mi habitación, me rompió la ropa, me obligó a arrodillarme de espaldas a él y me violó…  Me tapaba la boca, aunque no habría gritado…  En ese mismo instante, decidí que era la última vez.

Tras unos segundos en un abrazo intenso, me llevó detrás de la roca donde habíamos permanecido sentados.  Me hizo acostarme sobre el suelo, me des­nudó, se sentó sobre mí, me tomó de las manos y me hizo el amor.

—Empiezas a ganar la libertad… cuando pierdes el miedo.

La estalagmita

La estalagmita

Veo su número en la pantalla, ni siquiera la tengo registrada en la lista de contactos, ojalá se olvidara de mí.  Respondería a su llamada si la recordara envuelta en cualquier rol que no fuera lujuria o dominación.  Se llama Amor, qué ironía, lo que le falta, la guinda que podría atraparme por los siglos de los siglos como una posesión que ni un hechicero podría deshacer.

Comienza por mi cuello, siempre mi cuello, a modo de vampiresa que primeramente me saca el alma por donde no puedo evitarlo.  Sus labios, ligeramente acompañados por sus dientes, se pasean sobre mi yugular, que vibra potente al son de su atracción y mi deseo.

La conocí en un viaje a la profundidad de unas cuevas en los picos de Europa, donde vive.  Morena azabache, la Preciosa de Cervantes o la Dorothy de Lynch… una pulgada más alta que yo, lo suficiente para mirarme desde arriba y rociarse sobre mí en cada parpadeo.

Siento ahora sus besos bajo mis lóbulos, aspira más, sorbe el último gramo que queda de mi aliento fuera de mi cuerpo, y  su cuerpo arqueado se amolda al mío y baila una danza siniestra y sensual.

Se quedó atrás en la reata de visitantes, junto a mí.  Me retrasó en el caminar y se volvió hacia mí.  Le daba la luz desde un foco alto que su melena me tapaba y sólo veía un perfil y escuchaba su aliento.  Me apoyé en una estalagmita húmeda. Se acercó cimbreándose adelante.

 Sus dedos como artesanos de un arpa se van incrustando en mi dorso, gana y se apodera de mis movimientos, los maneja mientras susurra ‘eres mío’, como mandato que me hace vibrar en imán.

Desde que me besó en aquella cueva de claroscuros, metida en supremacía, dividió mi voluntad en cien migajas que me iba dejando utilizar a su antojo.  Visitamos cinco cuevas más, entre Asturias y Gerona.  Se ciñó a mí con la fuerza de la oscuridad que atrapábamos en cada descenso.  Ni una pizca de luz pudo despegarme y soñé con el amor.

Y se llena de fluidos mientras su palpitar me hipnotiza.  Se preocupa de llevar mi mano hacia la fuente de su placer mientras brota lentamente la miel que me obligará a probar.  No se separa de mí.  Nunca… siempre algo de su aura conmigo para mantener vivo el embrujo.

Acepté su compañía igual que quien acepta al sicario que le asesinará nada más suene un campanazo oculto… pero radiante de amor, inundado de la esencia que su nombre me transmitía cada vez que osaba nombrarla cuando nuestros cuerpos, el mío sin alma, se unían al frenesí: Amor, Amor, Amor.

Me deja tomar el mando y busco ríos escondidos por donde saciar mi sed o ese camino para recibir o entregar.  Sus pezones largos, oscuros, cálidos, de madre nutriente de los sentimientos que sirven para toda la vida, incluso acabada, como ahora siento.  Absorbo, me lleno de existencia a través de sus pechos que manan para mí. Mis manos abajo de su dorso, de donde la agarro y la abro como rajando un cordero pascual.  Su fuerza me pide más fuerza, pero aún no.

 Vuelve a sonar su llamada. He dejado mi teléfono en la mesita.  Sentado en la esquina del sofá, moviéndome adelante y atrás con los brazos cruzados sobre mis muslos, contra mi vientre, miro angustiado la pantalla.  No hay sonido, sólo vibra y retumba.  Cierro los ojos, pero está.

Se llena de mí con un hambre atroz, devora mis esquinas sin piedad y va dejando huella húmeda en cada lugar por donde cruje mi deseo.  Engulle cada pliegue y por fin llega al territorio viril que quiere poseer.  Se detiene para mirarme desde abajo.  Me mira con una sonrisa blanca y negra que maneja como una diosa amada o herida. Soy incapaz de decirle que abra los labios sobre la efervescencia porque prefiero sentir todo su rostro atrapándome, sus manos pegadas a mis caderas para traspasarme su fuego.

He querido desengancharme de su dolor, el que busca paliar con su hegemonía y que me traspasa sin compasión ni ternura.  Dejaré de ser suyo si aprendo a vivir con ella a mi lado en silencio.  Pero sus manos hablan, su carne habla, sus ojos hablan y segrega fluidos que se convierten en vapor para embaucarme en su hechizo.

Consigo entrar en ella sintiendo solo dentro de mí para olvidar, le sujeto las manos al suelo y bandeo mi cuerpo sabiendo que puedo caer derrotado.  Lucho contra ella, Amor.  Y comienza a suplicar.  Se descarna.  Aprieta los dientes queriendo evitar la capitulación.  Enlazo mis piernas con las suyas para sujetarla aún más.  La domino mientras empujo.  A la vez aspira y suspira.  Quiere gritar y no puede porque si no, se le escapará la única fuerza que me une a ella.  Cada vez me muevo con más delirio.  Contengo el jadeo, la miro ya con poder; revienta; me derramo sobre ella sin soltarle las manos ni las piernas; se agita; expira.

No vibra. La pantalla se ha apagado.  Me alargo sobre el respaldo del sofá, los brazos estirados y una sonrisa de liberación eriza mi albedrío.

Adiós,  Amor.

(publicado en la Revista Imán, de la Asociación Aragonesa de Escritores, núm. 19, noviembre 2018))

https://revistaiman.es/la-estalagmita/ 

Entrevista en blog Ed. Adarve sobre Los últimos catorce años

Entrevista en blog Ed. Adarve sobre Los últimos catorce años

¿Cuándo y por qué decides crear tu novela?
Generalmente, mis lecturas me ayudan a encontrar inspiración para la creación literaria.  En este caso, ocurrió con El mundode Juan José Millás, novela que recibió el premio Planeta de 2007 y que contiene, sobre todo en su primera parte, referencias autobiográficas a sus primeros años de vida.  Leerla me movió algo por dentro, que se fue confirmando después por otras lecturas y otras vivencias personales hasta que a fines de 2013 me puse definitivamente a escribirla.
¿Es entonces autobiográfica?
 Así es.  Y no solo de sucesos, sino de pensamientos y sensaciones.  Describiendo los hechos, pretendí dar conocimiento de cómo vivía una gran parte de España en esa época, he querido dejar un documento ‘intrahistórico’ que abarca desde 1936 a 1975.  Por otro lado, va salpicada de reflexiones muy íntimas sobre temas que me asaltaron en una  lectura posterior varios meses después de la primera versión.  Esas reflexiones van referidas a visiones de los personajes, otras son preguntas sin responder sobre la vida, o sobre la muerte, o sobre la espiritualidad, o sobre el amor... que, después de escribirlas, ya que no la creé con esta intención, creo que ayudarán a quienes las lean en la búsqueda interior del sentido de su existencia.
¿Por qué elegiste ese título?
La dictadura de Franco nos marcó, y todavía nos marca, a todos los españoles.  Llevamos unos meses en que ha vuelto a ser noticia, y lo seguirá siendo durante muchos años.  ‘Los últimos catorce años’ van de 1961 a 1975, los dos septenios finales de esa dictadura, que coinciden con los catorce primeros años de mi vida. 
¿Cómo reuniste la información para poder escribirla?
El proceso creativo, con dos etapas diferentes, duró más de tres años.  Al ser su contenido autobiográfico, la información venía del recuerdo, a impulsos, a veces tan fuertes, que no podía parar.  Aprendí a utilizar la aplicación de Notas del teléfono móvil, y ahí iba apuntando lo que me llegaba desde el fondo de mi memoria, o de mi nostalgia, para ir desarrollando después. Pregunté a mis hermanos, a mis primos, tíos y amigos y, sobre todo, a mi padre, con el cual me fui a recorrer sus lugares de infancia y adolescencia.  Ese viaje nos devolvió sensaciones de mucho tiempo atrás, tanto por evocar su historia como por palpitar los dos juntos, solos, por horas y horas, en una cercanía que se llenaba de sensaciones amorosas que antes no nos atrevimos a mostrar.  Ese viaje marcó el tono de la novela.  Así terminó la primera etapa.  En la segunda, varios meses después de darla por culminada, una relectura me llevó a escribir los párrafos de reflexiones que he citado, y que surgieron como borbotones y que apenas tuve que corregir. 
¿En qué ingrediente reside la fuerza de esta historia?
Me atreveré a decir que la ternura y la calidez son las sensaciones más duraderas que ha provocado la novela, incluso aún bastante tiempo después de su lectura.  Al ser una novela con testimonios personales de época y lugares muy concretos, quienes lo vivieron se sienten identificados y reciben impactos de su propio recuerdo.  Y los más jóvenes seguro que reconocen las andanzas que les han contado sus padres o abuelos, y se sienten con más datos de esas experiencias vitales que, en realidad, han influido, y no poco, en ser como son ahora. Por otra parte, las píldoras de pensamiento íntimo pueden ser disparadores de un propio camino del lector para dentro de sí mismo, como así lo fue para mí en el momento de su creación.
¿Cómo describirías tu estilo?
Soy muy ecléctico, mezclo, diluyo, añado, cambio...  Creo que no tengo un relato o novela que se parezca a otro u otra, porque siempre he buscado renovarme, disfrutar creando en diferentes entornos literarios: estructuras, argumentos, tramas, recursos, intenciones...  En el caso de ´Los últimos catorce años’ apliqué un estilo absolutamente intuitivo, no hubo racionalidad, salvo en las correcciones (que fueron muchas o, mejor dicho, muchas fueron sus relecturas, algunas sin cambiar una coma).  Y ese estilo se basa en una encadenación de hechos muy veloz, incluso vertiginosa, que pretende fijar en el papel esos movimientos de la mente cuando se nos va de una lugar a otro, buscando no sé sabe bien que ruta seguir. Recuerdo que un profesor de técnicas de estudio nos enseñó un modo de potenciar la memoria: parar los pensamientos y recorrer hacia atrás cómo habíamos llegado al último.  Cuando lo hacíamos, nos reíamos con gana porque la conexión era precisamente inconexa, sin razón aparente alguna, y podía ser infinita, sobre todo en quienes disfrutaban de esa cualidad en forma destacada.  Pues bien, cada párrafo de la novela lleva ese movimiento, en cierto modo circular.  Además, está escrito en segunda persona, es decir, la voz que narra se dirige a quien quiere recordar (yo, con perdón de la autorreferencia), a modo de Pepito Grillo, o ser interior que te ofrece tu propia película.  En cambio, los párrafos de reflexión están redactados en primera persona porque no necesitan esa distancia, nacen desde dentro hacia afuera, sin necesidad de un notario interpuesto que suavice las emociones.  Otro aspecto algo llamativo es el uso del punto y coma, que actualmente se está perdiendo por esa tendencia a la frase corta y directa, oraciones simples que no obliguen a pensar demasiado.  Como esta novela pretende estimular, entre otras sensaciones, el pensamiento, he usado mi recurso favorito, que es la frase larga y rítmica, casi a modo de mantra.
¿Qué parte te resultó más complicada de escribir?
Todo y nada.  En realidad, su elaboración escrita surgió muy fluida...  Pero no es fácil vivir la creación de una autobiografía, y mucho menos en el momento personal en que me encontraba.  Esther, mi mujer, a quien dedico la novela, estaba enferma de cáncer.  Mi acompañamiento y su propio proceso, no el de la enfermedad, sino el personal que envuelve a la presencia de la muerte, abrieron unas puertas que difícilmente podrían haberse abierto de otra manera.  En el caso de la creación de la novela, supuso ese camino al interior que se suele iniciar por un episodio duro en tu vida y que vas jalonando de vivencias que pretenden poner luz en el tránsito.  Puedo decir que lo conseguí, y que me sentiría muy feliz si puedo despertarlo igualmente en quien lo lea, porque no hay nada más reconfortante en nuestro proceso vital que saber quién eres, sobre todo dando la mano a ese niño interior que, en mi caso, volví a revivir al escribir esas páginas
¿Quién o quiénes fueron los primeros en leer este libro? ¿Cuál fue la primera impresión?
Primero fue mi familia, que la valoró muy emotivamente, se sintieron muy reconocidos y se permitieron algún que otro lloro. Luego la pasé a leer a amigos y conocidos ajenos a la historia, y me hicieron unas devoluciones muy reconfortantes, me sentí muy bien con esa repercusión.  Por ejemplo, un lector muy ‘leído’ me dijo que le había recordado a ‘Nada’, de Carmen Laforet, y a los primeros capítulos de ‘La ciudad de los prodigios’, de Eduardo Mendoza.  Otro dijo que le parecía haberse sentado a la mesa de esos personajes, de esa familia, y haber vivido personalmente todos los acontecimientos narrados.
Si tuvieras que presentar este libro a nuestros lectores, ¿con qué palabras lo harías?
Es una historia que te hará vibrar de dos maneras, por el recuerdo o conocimiento desde dentro de la historia española del siglo XX, y por otro lado, con unas reflexiones que van a parar directo al corazón y te harán pensar sobre sentimientos profundos.
¿Por qué crees que nuestros lectores debiesen leer tu libro?
Para no perderse una experiencia diferente por varias razones; por el contenido, que te lleva de la mano en un paseo testimonial; por el estilo, que te transporta suavemente por los hechos sin casi darte cuenta; y por el fondo emotivo, que remueve sensaciones sólidas y extraordinarias.